martes, 25 de octubre de 2016

Escenas de la Commedia universal
Disfrazado de Novia
Carlos Schilling
Editorial Nudista, 170 páginas
Córdoba 2016

En el canon occidental o, con menos pretensiones, en un canon accidental, el mío, la Beatriz del Dante es por antonomasia la mujer imposible del escritor favorito, aunque tal vez al alígero sólo le trajo felicidad literaria en ese monumento que compuso, como lo sugiere alguna lectura, para encontrarse con ella en el Paraíso y mirarla sonreír eternamente como si la sonrisa le estuviera dirigida; en la historia de la filosofía, que es otro canon, Regine Olsen, novia con la que Sören Kierkegaard rompió y luego transformó en símbolo inspirador de su pensamiento, relación acaso sugerida por la de Dante con Beatriz, es el modelo ejemplar. Unidos los dos motivos, no es imposible imaginar que algún ser real o ficticio se haya Disfrazado de novia para sugerir a Carlos Schilling la elucubración de estas escenas de commedia abundante en pecados, penitencias y redenciones, aunque mucho más difusos y confusos que en la clara casuística teológico moral del florentino y con una carga personal (‘es lo que hay’, diría un cordobés) tan intensa como la acostumbrada por el gran danés en sus ladridos existenciales.
Lo cómico –descubro de manera tardía- es lo opuesto a lo trágico, y no a lo serio, y es mucho más serio que lo trágico, ya que las tragedias son ‘perfectas’ tienen un cierre y concluyen alguna vez, son universos cerrados como el cuento en alguna mitología narrativa que Schilling soslaya llamando relatos estos ejercicios, en tanto que las comedias quedan abiertas, pueden continuar, con sus muertes absurdas, sus evasiones irrisorias y sus amores insensatos, hasta que las velas no ardan o ardan sin quemar o quemen sin arder. Recuerdo también que Dante es autor de De vulgari eloquentia, ensayo donde defiende en latín las calidades expresivas la lengua vulgar, el italiano, que él ejemplificó soberanamente en la Commedia que hoy llamamos divina, y esto porque sin énfasis ni recato Schilling remite a medios y símbolos de lo que podría llamarse  ‘cultura pop universal’ donde se mezcla la Biblia con el calefón, o más literalmente, Wittgenstein con The Bangles, cuyo albúm Everything viene muy a propósito para nombrar ese contexto sin contexto donde todo está al alcance de todos en una ventana electrónica que en anacrónicos lectores evoca incesantemente a la Biblioteca de Babel, al Aleph y al Libro de Arena. The  Bangles también por Susana Hoffs, con nombre de casta y apellido de esperanza (Hoffnung, en alemán, ich hoffe, yo espero), lo que le da pista y pasta a uno de por aquí para convertirse en su Novio Secreto y enamorado perpetuo: Casta Esperanza que conoció por televisión, en una vidriera de electrodomésticos, y quedó hechizado por ella como Dante por Beatriz o como Kierkegaard por Regine; por supuesto, no la convierte luego en su amor cortés y finalmente en su destino poético y teológico, transfiguración que no pudo completar Kierkegaard con la novia que dejó plantada en aras de la filosofía, porque el marido de Regina le prohibió nombrarla, sino que más mundano que aquel y algo más práctico que este, con una suerte de platonismo resignado, se conforma con Verónica, copia verdadera aunque más sensible al paso del tiempo, de una Idea casi inmutable gracias a la protección brindada por la magia mediática, con cuyo socorro construye un altar moreliano para rodearse de ella a perpetuidad.
            Verónica, dicen los que saben más, proviene de Berenice (la que trae la victoria), cuya cabellera arde en el firmamento nocturno y en la poesía de Bernardo Schiavetta, pero yo acabo de aludir a una etimología popular medieval, basada en un evangelio apócrifo, según el cual una mujer habría enjugado con un lienzo el rostro de Jesús en su calvario, y en la tela habrían quedado impresos los rasgos –vera icon- de quien iba a ser crucificado. Vera, digo, y agrego Schiavetta, icónico poeta, porque ambos aparecemos en la misma escena de esta ‘commedia’, no tan grotesca acaso como la Divina (ni siquiera como la humana réplica balzaciana), pero que como aquella no desdeña incluir escritores entre sus personajes. A nosotros dos nos toca estar con Nemrod en un mismo espacio infernal, ni círculo ni helicoide, más bien pampa llana, construido con pretexto del legendario Lorenzo Deus y sus pláticas en el desierto, pero que quizás merezca otra interpretación debido a que Schiavetta ha asimilado endecasílabos míos al espléndido Raphèl maì amècche zabì almi, junto con el mero hecho de mi escasa propensión para buscar lectores y mi colosal facilidad para no encontrarlos, en vista de que la mayoría de mis invenciones han sido calificadas de muy difíciles de entender y no pocas lisa y llanamente de ininteligibles, como les habría pasado –supongo- a los discursos en español de Deus entre aborígenes no colonizados, si por azar lo hubieran escuchado.
            Borges se ‘figuraba el Paraíso bajo la especie de una biblioteca’, los personajes de Schilling, habitantes de un planeta en el que las bibliotecas son espacios virtuales y los libros –incluso este, editado con cuidadoso celo- tienden a ser memoriales de un hábito preterido, tal vez asimilen la biblioteca a un Infierno en el que uno debe andar de un lado para otro, deshojando volúmenes para encontrar una referencia, tienen otros destinos gloriosos o infames, a veces efímeros, como una fiesta en un Airbus a miles de metros de altura, a veces simbólicos como el Premio Nobel para Silvio Mattoni, a veces tediosos como quedar encadenado después de muerto a una esquina de Colonia Tirolesa o jugar indefinidamente al ping pong en Mayu Sumaj, a veces subjuntivos, como hubiera sido compartir la vida con la mujer imposible, y casi siempre, o siempre, ambiguos, digo ahora, que recuerdo un texto, ya no sé si de Gabriele D’annunzio o de Giovanni Papini, en la que el sujeto la mañana siguiente a su noche de bodas mira a la mujer que yace a su lado, se imagina la escena repetida en todos los días por venir y huye despavorido. En suma, se hace o no se hace el campo amor: en este mundo traidor nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira.
            Una coda para Regina Olsen, las novias perfectas y las mujeres imposibles: Kierkegaard murió joven y desconocido a los 42 años en 1855. Me han contado que casi cincuenta años después, entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, a una anciana Regina le extrañaba que el mundo académico prestara atención a los escritos de quien ella recordaba vagamente como un muchacho inconstante y excéntrico.

Daniel Vera,
Villa Páez, 2016