viernes, 25 de octubre de 2013

SOBRE ESPECTROS, AUTOEXILIO Y NARRATIVA
La máquina autobiográfica del siglo XX

Silvia Anderlini, Jazmín Acosta y Sebastián Negritto

Editorial Alción, 116 pp., Córdoba 2012




(Fui invitado a presentar este libro, lo cual celebro y agradezco)

No es cielo ni es azul

            El tango se llama Maquillaje y en él Homero Expósito retoma la expresión de Lupercio Leonardo de Argensola para lamentar que no sea verdad tanta belleza, dejando pasar el hecho de que la belleza es otra clase de verdad, y empiezo con el tango porque el repertorio tanguero es sin esfuerzo una de las mayores colecciones autobiográficas y me va a permitir introducirme en el  tema con un ámbito de referencia familiar y desempeñar  con alguna desenvoltura mi tarea de presentador.
             En la crítica literaria se conjugan la ciencia y la poesía, o mejor: la poesía y la ciencia. El crítico, como poeta, busca producir en sus lectores el efecto que la obra criticada ha producido en su imaginación, y como científico ensaya hipótesis que puedan generalizar ese juego de causas y efectos. Estos ensayos reunidos para su publicación pertenecen quizás a un tipo superior de la crítica, a la meta-crítica, o algo que podría llamarse filosofía del arte, en cuanto que no se ocupan tanto de una obra literaria como de un género: la autobiografía, casi diría que se ocupan de su imposibilidad y de su inevitabilidad. Mi incursión en esos remotos arrabales, se acompaña con ese dejo melancólico de quien con cada frase se asoma a un desengaño.
            La cuestión, el cuestionamiento de lo autobiográfico –sea confesión o memoria o sublimación, tres puntos culminantes de la prosapia tanguera- es, por supuesto, paralelo a la cuestión, al cuestionamiento del yo, una cuestión que viene de muy lejos, pero que se ha ido agudizando con el paso de los siglos: ¡Conócete a ti mismo!, mandaba el oráculo, y daba por descontado que había un ti mismo, esto es, un yo mismo, una substancia, que yo podía conocer y dar a conocer. En otra tradición que luego se reuniría con esta, se era menos confiado en la capacidad de auto-conocimiento, y el faraón llamaba a José para que interpretara su sueño y Nabucodonosor llamaba a Daniel para que le refiriera su sueño y se lo interpretara, pero se descontaba la verdad de las atribuciones: las alegorías no se deshacían en metáforas y el yo, el alma, con la ayuda de Dios, se mantenía firme y cognoscible. Es más, aquí y allá el cosmos giraba en rededor de este yo, existía para su goce o su conquista o su superación. Pero el muchacho (o la muchacha) se fue para no volver o para volver muy cambiada.
            Y esto ocurrió porque vinieron esas que alguien llamó heridas narcisistas. La primera: el yo no es el centro del cosmos, quizá no hay cosmos y es mejor llamarlo universo, le silence eternel des ces espaces infinis m'effraie. Y  siguió, como se sabe, el saber que ese mundo no era para el yo o el alma, sino que el yo o el alma era un producto más o menos azaroso del mundo y no significaba una finalidad en sí, aunque se diferenciaba del resto de las cosas porque era, en cierta medida y en medida cierta, autónomo, lo que vinieron a poner en suspenso, entre otros, Nietzsche, Marx y Freud, presentándolo como resultante de una lucha de instintos o de interacciones con la naturaleza y la sociedad: lejos de ser una substancia, un alma indestructible, el yo se conocía ahora como una función, como una relación: sus determinaciones no eran intrínsecas, sino extrínsecas, sus acciones y sus pasiones, en cierta medida y en medida cierta, eran heterónomas. Su único dominio parecía ser el presente, pero la relatividad le vino a decir que, como ya lo habían sospechado entre otros Kierkegaard y Hegel, todo su conocimiento, aún la conciencia del momento, lo era del pasado, y sus respuestas a los estímulos inmediatos, cuando no eran reacciones tardías, eran tentativas falibles hacia un futuro incierto. A poco andar la mecánica cuántica le advirtió que al conocer interactuaba con el objeto y lo modificaba, y se modificaba. De tal modo, la máscara que el yo creía presentar al mundo, la persona, fue mostrada como un juego de máscaras menos consistente que un personaje literario, y cada autor se vio buscando un personaje que era un personaje en busca de autor: A grandes, obscuros e indistintos rasgos esto que he presentado es la maquinaria autobiográfica del siglo xx, la cuna de sus espectros, sus exilios y su narrativa, ahora brevemente trataré de señalar como han visto estos autores estos desplazamientos del maquillaje y, también como a partir del maquillaje, de fragmentos de maquillaje, puede reconstruirse un rostro.
           
El fantasma y la máquina (de escribir), ensayo de Jazmín Anahí Acosta, explora esa inasible situación donde la inmediatez se deshace cada vez que se intenta aprehenderla: te busco, o me busco, y ya no estás, ya no estoy. La impronta nietzscheana nos sale al paso: no hay hechos, sólo interpretaciones: el cielo no es cielo ni es azul, y el azul no es azul sino frecuencia de la onda luminosa, y la onda no es onda…No hay un fantasma en la máquina: la máquina es el fantasma que trata de atraparse a sí mismo, pero para eso tiene que verse como otro. Esa construcción del yo como otro no puede formularse sin extrañamiento del lenguaje: por ahí, es decir por aquí, no en el texto de Acosta sino en el mío y por algún canal de televisión, anda Maradona hablando de Maradona como de un fenómeno colateral, un eco impensado del Borges que se desdoblaba en el otro y el mismo. La responsabilidad del significado cae entonces en el silencio, en el significante cero, en lo que se muestra antes que en lo que se dice, en aquello que identifica los usos metafóricos e irónicos del lenguaje, un perpetuo desvío, primero el paso de la aparente literalidad a una insinuación que lleva una segunda sugerencia que se continúa en una tercera en una creciente espiral de muestras que desencadenan otras muestras y nunca llegan a ser lo dicho. Porque el silencio tiene esa particularidad, en su no ser, en su ruptura de la agobiante continuidad de los símbolos que se pretenden unívocos, abre innumerables caminos. El que calla, otorga, su elocuencia muda abona la libertad del intérprete a la manera en que algunas filosofías de la aritmética hacen del cero la base de cuantiosos y divergentes infinitos.
En El autoexilio a partir del siglo XX: Catástrofe y redención de la subjetividad autobiográfica, Silvia Anderlini recorre seis etapas, desde la desintegración de la edificación autobiográfica hasta el autoexilio como dispersión y supervivencia. Seguir en detalle su erudita narrativa es una apasionante aventura cuya síntesis es antítesis de toda justicia, ya que es por sí misma un paradigma de concisión. Osaría, no obstante, decir que su camino nos hace partir de la nostalgia del yo como sensación, como dato inmediato que se puede registrar sin mayores equívocos como testimonio del ecce homo, del cómo uno llega a ser el que es, para descubrir a poco andar que esa unidad aparente es una sucesión de acciones y reacciones, en la cual cada vez el yo aparece enmarañado en su circunstancia y busca redimirse en la respuesta a su situación histórica, hasta que puede percibirse como el derrotero del carro de la cábala, pero la incógnita persiste en el lugar del conductor. Esa contradicción se continúa en los tramos identificados con la felicidad de autonombrarse y el silencio de una tumba: esto es la imposibilidad de escribir la última palabra sobre uno mismo (según la norma aristotélica sería no poder decir si ha sido feliz la vida que se ha llevado a cabo), y de como la posteridad, aún la más benevolente, puede extraviar los rastros y los restos. Pero entonces estamos ya al borde del último salto a otra categoría: ya no sensación, ya no lucha –ni acción ni reacción-, sino representación, el yo se ha exiliado, se ha asilado, se ha refugiado en su autobiografía: eso también significa una dispersión –iba a decir una diáspora-, porque la escritura es leída por cada cual de acuerdo con sus propias sensaciones y mecanismos de acción y reacción y configurada en diversas representaciones, pero es también, como se dice supervivencia, o mejor aún: pervivencia, continuidad y multiplicación del yo en su relación con el mundo y los otros.
             En La literatura autobiográfica en los cuentos de Saul Bellow (1915-2005) de Sebastián Negritto advierto una prolongación de los efectos provocados por los ensayos anteriores, en especial el paso de la autobiografía a la heterobiografía, aunque en una imagen especular, en una producción eminentemente especulativa: se nos invita a inferir el autor, el personaje que se construye como autor, a partir de la producción literaria de ese autor, a partir de los personajes producidos. La pesquisa, sin embargo, no se resuelve en psicoanálisis, sino en arqueología, o quizás, como diría Harold Bloom, en inteligencia de lector: el autor es una invención del lector para hacer inteligible la experiencia literaria. Hacia esa invención o construcción apunta el estudio de Negritto, tanto en el aspecto teórico, el que marca la diferencia del género frente a sus alternativas, en especial frente a las novelas de formación, como en el práctico, en la elaboración de una crítica a una obra determinada en función de esas distinciones. En los ensayos de Acosta y Anderlini nos encontrábamos con la imposibilidad de la autobiografía, en estos con la fatalidad de la autobiografía: cualquier escritura es una huella de su autor y es posible ir tras él siguiéndolas a ellas ¿lo alcanzaremos? Tal vez alguna vez algún fragmento.
Una coda para esa oposición entre bildungsroman y autobiografía, que aparece también en el texto de Anderlini, y que tiene que ver con la percepción del tiempo (ese tiempo imposible de recuperar del que habla Acosta). Negritto señala que la autobiografía es obra de edad tardía, exactamente, señalo yo, como la novela de formación es obra de edad temprana. Es así, porque la realidad del tiempo es una para el joven y otra para el viejo: el joven es –se siente ser- el que va a ser, quiere ser juzgado por su porvenir, por lo que va a hacer, en tanto el viejo es –se siente ser- lo que ha sido, se sabe juzgado por lo que ha hecho o dejado de hacer: la satisfacción, el orgullo, la culpa, casi toda la realidad es su pasado, valga el sintagma de Alfredo Lepera: la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser. Pero en ambos casos el yo es elusivo, en uno porque para llegar a ser tiene que ir por donde no va, y en el otro, porque ya no va por donde ha ido. En ambos casos estamos ciertos de que no somos como nos ven, y podemos llegar a reconocer, si nos apuran un poco, que no somos como nos vemos. Elusión, o tal vez ilusión. Me despido con un poema que escribí hace unos treinta años, con un sentimiento que volvió a acosarme con el impacto que este libro provocó en mi ánimo: Marginalia
La marca del lector, margen escrito
Con interpretaciones y preguntas.
Discrepancias, recuerdos, sugerencias.
El texto, sin embargo, substraído.
Comentarios de páginas en blanco
Es todo lo que queda del discurso,
Del flujo y el reflujo de las cosas.

El vacío insensato, consentido
Por vagas referencias al enigma:
¿Hubo alguna vez márgenes adentro
Palabras, escritura, soportando
La arquitectura lógica del diálogo?
¿O fueron siempre frases liminares
Cercando la cadencia del silencio?

Muchas Gracias.
.

  Daniel Vera
Córdoba, 2013.

viernes, 28 de junio de 2013

SEOR PLUME
Novela
Esteban Zenobi Fabi
Ediciones del Boulevard
170 páginas
Córdoba 2006

(Hace unos años tuve el honor de presentar esta novela. Creo oportuno re-presentarla)


Escribir para vivir
Vivir para escribir
Alimentarme me parece algo por entero superfluo,
inútil, humillante.

Esteban Zenobi Fabi en Seor Plume.

‘Filosofía’ y ‘piratería’ son palabras de origen griego, de esas que abundan en nuestro ADN cultural, en nuestros ‘memes’, según apunta un neologismo; ambas tienen un uso tan amplio como difuso, a punto tal  que resulta problemático asignarles un significado definido, lo cual ha permitido que se solapen en vastas zonas de su aplicación y lo menos que se puede decir de ellas es que han dado cabida a sendos géneros de escritura: tratados (o ensayos) de filosofía y novelas de piratas, géneros cuya ‘struggle for life’, los ha llevado a mezclarse y a engendrar especies mestizas más o menos resistentes a las condiciones ambientales, y así han nacido novelas filosóficas, no siempre felices y ensayos (o tratados) de piratería casi siempre exitosos y, por gracia o por desgracia, no sólo literarios. Esteban Zenobi Fabi ha llevado la experimentación genética, o memética, un paso más allá, y hoy nos presenta una novela, o nouvelle, de piratas filósofos; la metáfora no es inusitada, ya que estaba implícita por ley de simetría en el hábito de los filósofos de abordar los grandes temas con el propósito de apropiárselos. En la Grecia arcaica una hazaña no estaba cumplida y el héroe no alcanzaba la prometida inmortalidad, concebida como perduración en la memoria de su tribu, sino encontraba el poeta de verdad que la cantara en versos indelebles: alethéia, la palabra griega que traducimos por ‘verdad’, quería decir eso: estar a salvo del olvido, ser inmortal, compartir honores, amores y rencores con dioses y diosas. Este argumento, consumado en un principio por la poesía épica y más tarde por las odas olímpicas y píticas y demás, destinadas a celebrar y registrar las victorias de los atletas en los juegos epónimos, no es ajeno a ninguna vocación humana, y por su mesura o desmesura oscila entre lo sublime y lo ridículo, afecta a la santidad y al crimen, a la virtud cardinal y al pecado espléndido, y es el argumento patente de Seor Plume: el capitán pirata Tobías Knife corría el riesgo de que sus tropelías y crueldades no alcanzaran la gloria de las letras y para conjurarlo convocó, o secuestró  o se aprovechó de las circunstancias que arrostraban o arrastraban a un famélico escriba y, a cambio de socorro médico y suministro alimentario, con amenazas y promesas, le impuso a éste el nombre de Seor Plume y la obligación de narrar sus aventuras y las de sus desventurados cómplices, así como el registro de sus ganancias y pérdidas en bienes y vidas. Semejante suma de ambigüedades y equívocos ironiza sobre la suma de ambigüedades y ambivalencias que atañen a la escritura, filosóficamente célebres desde los tiempos de Gorgias y Sócrates, y no dejan a salvo la memoria, escindida en sus sentidos sagrado y comercial entre la gracia, el resentimiento, la redención, la codicia y tantos otros fenómenos memorables. Esta situación abre lo que para mí es el argumento latente, uno de los argumentos latentes, de la nouvelle de Zenobi Fabi: la pregunta por la intención, mejor: por las intenciones, que oculta la expresión ‘escribir para vivir’. “Es triste la vida de un tenedor de libros”, escribió Mark Twain, frase cuyo amargo ingenio trasladó Guillermo Cabrera Infante a esta otra: “Es triste la vida de un escritor de libros”, y siendo como son ambos, dos escritores de muy feliz lectura, felicidad quizás despiadada a la que se aproxima o que alienta la pluma del seor Plume, ensayo una breve exploración de esta metáfora, cuyo acoso acaso no hay escritor que no haya padecido, pasión triste, la de escribir, redimible, sin embargo por la alegría de la acción, en especial por la acción de escribir, que viene de un acto de lectura y va hacia otro acto de lectura.  
            ‘Escribir para vivir’, no tiene ni retiene sólo los diversos usos del verbo escribir, sino también los diversos usos del verbo vivir. Vivir puede significar apenas comer, con esta acepción la expresión en cuestión puede remontare a otra, aquella de Séneca, quien según Borges escribió toda la literatura española anterior a la invención del español, que aconsejaba “primun vivere, deinde philosophare”: primero comer, después filosofar, con lo que sugería los peligros o la mera imposibilidad de filosofar con el estómago vacío y se asimilaba, en este respecto, a la tradición aristotélica, que apuntaba el carácter tardío de la filosofía, cuyo surgimiento no era posible sin haber satisfecho antes las urgencias y los adornos de la vida; esto es: filosofar requiere una libertad de pensamiento de la que no goza aquel que está apremiado por las circunstancias. Pero vivir puede tener un significado mucho más amplio y dar a entender más allá de las actividades impuestas por la subsistencia, lo que podríamos llamar las obligaciones del negocio, las actividades dispuestas para los afanes del ocio, las que constituyen e instituyen el escaso tesoro denominado tiempo libre. En los hechos, sin embargo, las distinciones no son tan claras y muchas veces se confunden, y en el escribir para vivir, entendida la escritura como gesto de libertad, se insinúan o disfrazan los rituales de la sumisión. Esta íntima contradicción (o suma de contradicciones) es una de las claves de Seor Plume, que, dada su complejidad, voy a considerar en un solo aspecto.
            Escribir es, para el escritor, en primera instancia un instinto, una pulsión necesaria para la vida, como el comer, nace de un apetito no deliberado, ajeno, inexplicable. Pero tanto como es relativamente fácil entender la importancia decisiva de comer para nuestro yo, y asumirlo y regularlo, de modo que decir ‘el hombre es lo que come’ no sea índice de una pasión extraña sino de una acción propia, es difícil ver como escribir pueda provocar algo semejante: lo primero que se nos ocurre en contra de una tal suposición es que nadie, ni siquiera un poeta o un filósofo, puede vivir sin comer, en tanto que hay multitudes, y tal vez no sea una desgracia, que pueden vivir sin escribir. Escribir para comer, como tantos hemos hecho y no desdeñamos hacer, es incluir la escritura entre las necesidades de la vida, un gaje del oficio, una obligación más, y aunque pueda suscitar cuestionamientos morales no tiene mayores implicaciones existenciales; pero si con vivir intencionamos algo más que comer, una actividad libre, esta, por definición no puede provenir de un agente extraño sin que este hecho se vuelva existencialmente insostenible: está en juego la propia edificación personal. Decía San Agustín que nadie que obra contra su voluntad obra bien, aunque sea bueno lo que hace, y esto, aplicado al escritor empeñado en su autoría, implica el dominio de su pulsión, su asunción y su regulación, en suma, la apropiación de su deseo: no sólo ser capaz de escribir sino también de dejar de escribir: no escribir para otro, para ser otro o parecerse a otro, sino para ser él y parecerse cada vez más a sí mismo, y eso con el solo instrumento de su escritura, para llegar al término de sus peripecias, que le han costado el alma, parte del cuerpo y mucho de la vida, completo y aún rebosante, autor de su propia novela.

            Esteban Zenobi Fabi ha construido esta figura con excelencia, y en cierto modo, aunque transfigurada por su obra nos ha transferido por un lapso más intenso que extenso aquella pulsión original, y es que no bien comenzamos la lectura de Seor Plume, ya no podemos abandonarla antes del fin, que no entendemos, que no entiendo, como fin, sino como una promesa de nuevas invenciones dejada caer por aquel autor que se encuentra a sí mismo, y hace que lo encontremos escribiendo:”Estoy entero, nada me falta”.  

Daniel  Vera
Córdoba, 2006

sábado, 1 de junio de 2013

CURSO DE LÓGICA CLÁSICA
(desde un punto de vista no clásico)
Jorge Alfredo Roetti
Nestor Osorio (colaborador)
Centro de Estudios Filosóficos y Sociales
Mar de Plata, 2012, 316 páginas.  

El discreto (continuo) encanto (desencanto) de la lógica formal

         Alguien definió la lógica formal como la moral elemental del pensamiento, ya que el razonamiento correcto, si bien no garantiza la verdad,  la cual depende de la materia de los enunciados, asegura la voluntad de no ser falaz en la investigación ni en la exposición de sus resultados. Jorge Alfredo Roetti, uno de los mayores lógicos argentinos, ofrece en este Curso de Lógica clásica (desde un punto de vista no clásico) un cabal ejemplo de rigor científico unido a una implacable honestidad intelectual. El curso, perfectamente descrito por su título, encara la enseñanza de la lógica (que Roetti ha ejercido por más de cuarenta años) con una perspectiva que permite distinguir desde el principio el sector denominado ‘clásico’ o bivalente, de otros desarrollos que diversifican, multiplican o aplican los cálculos de juntores y cuantores (o de proposiciones y predicados, según otra denominación).  Pero la lógica es también una herramienta crítica para desarmar las trampas de la (mala, aunque efectiva) retórica; herramienta que rara vez es usada, pues en el calor de la discusión –en el diálogo erístico, a diferencia del diálogo cooperativo que propone Roetti- el afán de vencer al interlocutor supera al de tener razón; de ahí que el uso de los ejemplos en este texto, especialmente en el análisis de falacias, resulta dos veces ilustrativo, porque al haber sido tomados del debate político presente, revelan lo poco cuidadosos que somos en nuestros argumentos o lo poco razonables que son nuestras adhesiones a tal o cual causa. De mi parte, no creo que la disputa política o ideológica pueda alcanzar siquiera un nivel aceptable de claridad y distinción conceptual y argumental, pero el advertir sus ‘trampas’, no siempre manifiestas en una primera lectura o audición, acaso pueda llevar a disminuir el fragor de las confrontaciones y a intentar el propuesto diálogo cooperativo. Cierro con un poema de Jorge Luis Borges:
LOS CONJURADOS
En el centro de Europa están conspirando.
         El hecho data de 1291.
         Se trata de hombres de diversas estirpes, que profesan diversas religiones y que hablan en diversos idiomas.
         Han tomado la extraña resolución de ser razonables.
         Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades.
         Fueron soldados de la Confederación y después mercenarios, porque eran pobres y tenían el hábito de la guerra y no ignoraban que todas las empresas del hombre son igualmente vanas.
         Fueron Winkelried, que se clava en el pecho las lanzas enemigas para que sus camaradas avancen.
         Son un cirujano, un pastor o un procurador, pero también son Paracelso y Amiel y Jung y Paul Klee.
         En el centro de Europa, en las tierras altas de Europa, crece una torre de razón y de firme fe.
         Los cantones ahora son veintidós. El de Ginebra, el último, es una de mis patrias.
         Mañana serán todo el planeta.
         Acaso lo que digo no es verdadero; ojalá sea profético.
(J. L. B., 1985)



Daniel  Vera, 2013

miércoles, 8 de mayo de 2013


Ἀφροδίτη Καλλίπυγος
A propósito de una obra de Miguel Ángel Budini



El culto de Afrodita, la Venus romana, tuvo su diversidad y en distintas regiones y épocas se celebraron aspectos distintos de la diosa; en Siracusa estaba especialmente dirigido a la  Ἀφροδίτη Καλλίπυγος, la Afrodita de hermosas nalgas, vinculada con la fertilidad.  El culto se vio reflejado en la imaginería y dio origen a  género escultórico clásico, que entre nosotros ofició en el más alto nivel el Maestro Miguel Ángel Budini (l911-1993).  Días atrás, en conversación con Gonzalo Vivián, recordamos algunos ejemplares de esa maestría, en particular la que aquí se reproduce. Él me preguntó: ¿Es una Venus o una Victoria?, pregunta irónica que aludía a una consuetudinario frase mía que enlazando la Venus de Milo con la Victoria de Samotracia, insistía en que el amor no tiene brazos porque no quiere apresar a nadie y la victoria no tiene cabeza porque hace perder la perspectiva y engaña al vencedor. Le contesté que el amor, a veces, también nos aleja de la sensatez.

sábado, 20 de abril de 2013


LEÑERA DIBUJADA POR HUGO BASTOS


El mundo, es decir: el hombre, cargado en las espaldas de una mujer y mirando hacia atrás, hacia el pasado, mientras ella se enfrenta a lo desconocido, el ignoto porvenir, llevando en sus brazos la promesa del fuego. El mito ultramarino de Prometeo se deja leer transformado en esta figura telúrica: una mujer ha sustraído el secreto de la energía domesticada y con un solo movimiento ha domado los incendios y el frío, la crudeza del clima y de los alimentos. Quizás con esa sabiduría haya limitado su espacio, y se la pueda ver encadenada a quehaceres desempeñados en un ámbito reducido, pero su mirada, la que no vemos, la que no podemos ver desde donde estamos, destinados a contemplar sus huellas, avanza insaciable en procura de un tiempo sin término. Esas leñas menudas, apenas capaces de crepitar en fogones pequeños son la sola garantía, precaria acaso, pero indispensable, de que se alcanzará otro día.
 Daniel Vera,
Córdoba 2013.

sábado, 13 de abril de 2013


X estos días (2003-2006)
Poemas
Javier Almeida
Ferreyra Editor, Córdoba 2007, 54 páginas

POESÍA EN TRÁNSITO

        “Quisiera un camino sin palabras”, escribe Javier Almeida en uno de sus poemas, y enuncia un condicional contrafáctico de lo que es todo su libro, y acaso toda su obra: un camino de palabras. No sé si hay caminos –digo rutas y calles, no senderos ni huellas a través del campo- donde no haya palabras, donde no haya lugares, ni señales, ni otros andarines, ni refugios, ni amenazas, ni intemperies habitadas…, pero el vínculo entre el camino y los poemas de Almeida es algo más, diría que mucho más: es la poética de Almeida. “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”, advertía Antonio Machado y nos invitaba a imaginarnos rodeados por el mar y sin ninguna orientación en la tierra o en el cielo; Almeida, en cambio, nos pone en medio de calles que van y vienen y se cruzan y traen y llevan destinos, donde el poeta busca el suyo como mejor sabe y más bien hace camino al hablar. El silencio, la mudez, no es una opción ni tampoco la huida del lenguaje a través de un discurso encriptado; nada de eso, sino el uso intenso de los giros cotidianos puestos entre paréntesis para que su sentido trascienda los comportamientos verbales habituales y se abran a tesoros abandonados y ofrezcan la desnudez de la existencia. En la lectura, como suele ocurrir, me encontré con reminiscencias de otros poetas, que nunca escribieron así, pero que podrían haberlo hecho, allá lejos François Villon y los goliardos celebradores de la vida, y mucho más cerca los poetas de la generación Beat: Allen Ginsberg, William Bourroughs y, sobre todo Jack Kerouac, por aquel En el camino (On the road, 1957), cuyo título me ha sugerido el motivo este comentario. Un par de versos de Almeida para encontrar un final sin fin: “La clausura no es mi herramienta y el viaje tendrá que seguir”.

Daniel Vera
Córdoba, 2013

sábado, 6 de abril de 2013


El entrerrianito
Poemas
Mauro Cesari
Alción Editora
Córdoba 2009, 60 páginas

El orégano de las especies
Poemas
Mauro Cesari
Alción Editora
Córdoba 2011, 110 páginas sin numerar

Filiaciones y afiliaciones

        Las aficiones y las asociaciones van de la mano y a veces acarrean malentendidos. Cuando vi El entrerrianito en la vidriera de la editorial me acordé de  El entrerriano, tango de Rosendo Mendizábal, posiblemente de la Guardia Vieja y, por supuesto, nada que ver, como lo pude comprobar más tarde, luego de conocer al autor y leer sus publicaciones, lo cual no evita que en lo siguiente esté igualmente descaminado.  Aunque leí primero el segundo de sus libros enumerados según fecha de publicación, mi lectura pronto invirtió la secuencia, porque conjeturo que fueron publicados en el orden en que fueron escritos (al menos en su mayor parte). El ‘entrerrianito’, me dije cuando supe que Cesari había nacido en Entre Ríos y residía en Córdoba, ha de tener que ver con cierta nostalgia de la infancia y sus paisajes; después de leer los poemas, advertí que no me había equivocado del todo, pero que mi acierto era trivial, insignificante: El ‘entrerrianito’ marca una filiación mucho más profunda y plena de poesía; a poco de transitar sus versos se respira una atmósfera con reminiscencias del aire ecuménico de Juan L. Ortiz, se percibe algún acento delicado asimilable a Alfredo Martínez Howard y hasta puede el cuerpo sentirse empapado por “un fresco abrazo de agua” que nombra para siempre a Carlos Mastronardi. Doblada ironía de la modestia, el 'entrerrianito’ apunta la vocación de caminar entre esos grandes entrerrianos, pero sin dejarse llevar por ninguno, porque entre los ecos de esas voces se escucha sin desentonar la voz naciente de Mauro Césari, voz que alcanza un hito mayor en El orégano de las especies.
        ¿El orégano de las especies o el origen de las especias? La presentación, el título de la obra es una heteronimia por paronomasia, vinculación por el sonido de géneros diversos que permanecen distantes y distintos. Esta dualidad apunta a otra, insinuada en el libro anterior, pero protagonista de este: la del ojo y el oído, la dualidad del escritor que hace visible el sonido de las palabras y la dualidad del lector que hace audible (siquiera para sí) el silencio de la escritura, en dos mundos que no alcanzan una síntesis, pero que se modifican constantemente el uno al otro y toman por asalto los otros sentidos. Estos poemas de Césari son declaradamente visuales y sugerentemente orales, una cosa es verlos y otra cosa es oírlos, no son caligramas ni buscan tomar la forma de lo que nombran, recuerdan más bien las experiencias gráficas de Stéphane Mallarmé, y sus poemas hacen evocar formas pictóricas de Paul Klee o Piet Mondrian. En suma, una poesía para ver y escuchar y, sobre todo, leer. 

viernes, 29 de marzo de 2013


DIJO
Poema
Oscar del Barco
Alción Editora 
Córdoba 2000, 60 páginas


Dijo
(Leído desde un poema de Juan L. Ortiz)

            De la poesía se puede hablar de muchas maneras y quizás en todos los tonos, pero muy poco es lo que se puede decir, porque el poema está al borde de lo indecible o un poco más allá de lo decible y por ahí conviene seguir el consejo de Wittgenstein y callar ante lo que se muestra en el silencio de las palabras; entonces habría que exponer Dijo y escuchar el tiempo que cae verso a verso y se desliza de palabra a palabra con una morosidad parsimoniosa:
la palabra
dijo…’

           
Pero entre las otras maneras de hablar de un poema, que siempre serán menos frugales y atinadas que la antedicha, hay una que acaso permite una aproximación a esos arduos confines del verbo y sirve de disfraz a la mudez: hablar desde otro poema, como si se hablara de otro poema, para que sea evidente que no se ofrece una paráfrasis, que no se pretende decir lo que bien se dijo sino seguir  los rumbos una y otra vez encontrados que el soplo del viento sugiere a nuestra piel. Y para este poema de Oscar del Barco, delgado, delicado, que apenas mancha con sus letras el blanco de la hoja, se me impone desde el arte gráfico la evocación de un poema igualmente pudoroso de Juan L. Ortiz: “Qué, decís…”, el asombro que sale del silencio y se retrae en los puntos suspensivos, un asombro indignado porque el descuido del decir se ha tornado insolencia hacia lo insólito, rutina para evitar el pensamiento, estrategia para no ver lo obvio, y eso es (o eso estimo en) la poesía de del Barco, esa poesía que se manifiesta también en su conversación, una conversación que se prodiga en ensayos, en poemas, en clases, en pinturas y…en conversaciones. “Qué, decís que ellos no sienten el jacarandá bajo la lluvia?”  ¿Cómo se pudo (cómo pudimos) haber dicho semejante cosa? Y peor aún, pues hemos obrado según ese decir: ¿exceso de maldad o mera falta de inteligencia? Ahora nos parece obvio que ellos sienten el jacarandá bajo la lluvia, pero por lo mismo tampoco se nos oculta que podríamos dar vuelta la pregunta: “qué, decís que ellos sienten el jacarandá bajo la lluvia?” ¿Cómo se pudo, cómo pudimos haber dicho semejante cosa o su contrario. Lo que pone de manifiesto la pregunta es que no se trata de decir, decir sería hacer explícito algo implícito, una suerte de revelación de sentidos ocultos, un apocalipsis, pero cuando lo que se trata es tan evidente, tan manifiesto, tan obvio como el jacarandá bajo la lluvia, que por lo mismo resulta invisible, relegado por el hábito a la rutina de lo inadvertido, entonces es imposible decir, todo decir es encubridor o traidor: porque lo que se manifiesta –lo que se muestra, según Wittgenstein- no se puede decir, ya se dijo. La pregunta, entonces, es un gesto que trasciende la manifestación hacia lo que la hace posible, el corazón expuesto y al acecho, que evita hacer presa del sentido consuetudinario: ese exceso no es fácil de entender y ni siquiera requiere ser entendido, sino dejarse estar en ese pulso primordial, cuyo requisito, que tampoco es tal, porque no hay un compendio de reglas claras y distintas, sino apenas indicios, sugerencias, insinuaciones, es despojarse de algunos hábitos equivocados, costumbres fallidas que distorsionan la imaginación, disociándola en sujeto y objeto. No hay nada que aclarar, cualquier aclaración acarrearía obscuridad, aportaría a lo sumo un sentido que nos apartaría de los sentidos y no nos dejaría ver ni oír ni palpar lo que quizás ya no nos damos cuenta de que no nos dejan ver ni oír ni palpar: “El Noviembre lila, todo lila, bajo la lluvia o en la lluvia que no se oye?”, la lluvia muda, o sorda, y velada o ciega, la lluvia impalpable al fin de flores de jacarandá. Todo el mes, un mes destacado por el color, marcado con inicial mayúscula, queda o puede quedar entre los dones que no supimos recibir, pero que estaban allí para nosotros.
           

‘dijo
sea
el mar
y el olivo negro’
“Ellos sienten el río, decís?...” El insondable río del griego, el río que no se deja ni se hace nombrar, que cada uno imagina a su manera en el curso de las palabras que conjuran la realidad y la efectúan, la hacen surgir de la indiferencia de las otras palabras, las del palabrerío insulso y ellos entonces “ven las velas blancas que no hay,”
‘y dijo
amad’
y el texto, los textos, el flujo de sentido que se filtra por la urdimbre y la trama de los textos los llevan “hacia el confín de sí mismos,” esos lugares donde casi dejan de ser  “y unas redes inexistentes, decís?, en que su silencio tiembla o arde…?”, pero que perciben ineluctables
‘la con otro
o con muerte’

‘sobre la vacilación
del que convirtió su lengua
en manto de fulgor’
Pudieron percibir pese a todos los movimientos encubridores, con esa manera que tiene del Barco de poner en evidencia no tanto lo que estaba oculto como la maniobra de ocultación, eso que se sustrae de la convenciones discursivas y horadan su cubierta recalcitrante con la voz de Ortiz: “Ellos tienen antenas, a veces, decís? /para palpar algunas invisibles criaturas, /y suelen tener la varita, decís?, que vibra en las corrientes escondidas…?”. La pregunta, la suspensión del juicio o el juicio en suspenso, la calidad expósita del poema permanece indeleble y no se deja apaciguar por juicios más o menos circunstanciados o circunstanciales.



‘arreglen
la piedra
que deletrea
su palote
el árbol’
Es una fábula, o mejor: un prejuicio, que lo invisible se gana a costa de lo visible, como contaban de Tales de Mileto caído en un pozo por mirar el cielo o como Demócrito que cegó sus ojos para que no le distrajeran la mirada inteligible. Expresado así, a pura prosa, casi no pasa de suministrar una información, pero el ánimo no puede dejar de estremecerse cuando Ortiz pregunta: “Pero a estas nubes que parecen subir /cuando no se sabe qué arpas descienden o se abisman, /ellos ni siquiera las adivinan, decís?”. Las aguas subterráneas y la piedra y el árbol son distintas pero no son exclusivas, y es obvio –esa obviedad que se convierte en su propia veladura- que no es necesario dejar de notar unas para advertir las otras.

           

del balido
donde nació el azar
antes de la pura lágrima
del reino
donde se acumularon espinas
El balido, acaso el baldío, previo, anterior, esto es: exterior. No se puede hablar de ellos o ellos no pueden hablar: “Es porque no es de ellos “la ciudad”, aún,  decís?..”.La ciudad no les pertenece y ellos no pertenecen a la ciudad, no son en ningún sentido ciudadanos (pero tampoco lo son quienes lo dicen, quienes se han apropiado tal vez sin deliberación y ciertamente sin derecho de la ciudad) y esta múltiple expropiación los condena a otra exclusión: “ni de ellos son los jardines que vuelan y que deshojan calles pálidas de amatistas?”.
sin saber
oír el ay
que clama
en el polvo
del no
más
así


           
El camino que se ha cerrado es el camino que se ha abierto; el hecho del lenguaje destruye el solipsismo y el enunciado de lo último se anula a sí mismo; sigue entonces, o debería seguir, de otra manera, inducido por la interrogación: “Pero no tendrán ellos, decís, la corona de los morados/ sobre los caminos libres totalmente de vidrios, al fin?”.
así
dijo
iré a ti
con graznidos
con el junco verde
de la furia contra la piedra
El junco es más fuerte que la piedra, porque busca la luz y la altura, y no se desgrana, y se muestra sin envidia frente a los árboles más altos: “o no ascenderán ello en los ceremoniales delicados/a oír palpitar las teclas lilas de la común savia encontrada…?
el hay
de la contemplación
del que así sea
en él
vendrá su
de la voz
elevándose
La voz se eleva hacia un silencio que también es verbo y acaso es principio, sobre todo cuando la lluvia/teje el mismo silencio/ para las frases de unos pájaros…?, porque sólo puede surgir después, apoyándose o nutriéndose de lo que dijo, la continuación por otros medios de los clamores del amor, tentación de la paz
fluyendo
por la intimidad fluyente de las hierbas
o los sonidos
de la lengua
que bendice
en el silencio
de lo que
salva

Daniel Vera,
Córdoba, 2008.


TANGOS PINTADOS POR GONZALO VIVIÁN




¿Te acordás, hermano?

                Entiendo que la nostalgia es una pasión triste, de aquellas que los hombres sabios aconsejan combatir con afectos más estimulantes. Sin embargo, de tarde en tarde, café de por medio, mientras miro sin ver o veo sin mirar el movimiento de vehículos y peatones que rodea la Plaza San Martín, envuelto en rumores de conversaciones ajenas, en ese abandono que hace posible simular la anulación o el intercambio de momentos y lugares, me siento un personaje de Scalabrini Ortiz, un hombre que está solo y espera. Y me da por recordar otras tardes, cuando éramos unos cuantos alrededor de la mesa y nos entreteníamos con los temas más diversos, el deporte, los crímenes del día, el último libro de Borges, alguna aventura o desventura sentimental y la particular filosofía deducida de tales sucesos. Los amigos ya no vienen, y me surge de no sé donde una tristeza de tango, porque me es imposible pensar en los amigos sin pensar en algunos tangos y tampoco puedo pensar en  modo de tango sin pensar en los amigos, en esos seres de carne y hueso y tiempo solidarios con nuestras alegrías y, lo que es más importante con nuestros pesares, porque los poemas del tango, esas letras callejeras en las que abundan los amores fallidos y las pasiones trágicas, además de la intensidad del deseo, y donde no faltan críticas al caos moral y social de la época, y en las que también se encuentran en algunos casos festejos o lamentos por un resultado deportivo, la suerte de un crack de fútbol o de un boxeador, cuando no la celebración de un jockey magistral o el llanto por un caballo no placé, esos poemas son siempre confesiones profanas en busca de un oído amigo. Y el amigo, los amigos llegan a la canción, se hacen canción, cuando están ausentes ¿dónde andarás Balmaceda? ¿dónde andarás Pancho Alsina?, ausencias que se querría pasajeras y tal vez lo sean, pero que son premoniciones de una mirada perdida para siempre, y ausencias que se saben definitivas pero no alcanza la voluntad para creer del todo en ellas y se pone en la esperanza la promesa de un reencuentro: y estás hermano despierto juntito a Discepolín…
                Tango que me hiciste mal y sin embargo te quiero, porque es un mal, una falta que viene del lado bueno de la médula, de donde nacen la música y la generosidad, y dónde las palabras son más bien escudos para protegernos de emociones avasalladoras. En esa melodía intrusa que se despierta por ahí mientras cae la noche se esconden nombres y se dibujan caras, y se evocan otras noches, prolongadas en algún local de por aquí o de por allá, a puro piano o con bandoneón y guitarra y no faltaba a quién le diera por cantar, y algún otro llegaba como de casualidad. ¡Ah, muchachos de entonces! ¿Por qué calles volverán?

Daniel Vera
Córdoba, 2012

jueves, 28 de marzo de 2013

COMIENZA EL ECLIPSE
Nouvelle
Antonio Oviedo
 Ferreyra Editor
Córdoba 2011, 115 páginas.

El eclipse de la referencia

            Hay un tema de filosofía del lenguaje explorado por Willard van Orman Quine y Donald Davidson que me ha seducido desde que lo encontré, hace ya muchos años: la inescrutabilidad de la referencia, la imposibilidad de regular la relación entre las palabras y las cosas. Podemos entender cabalmente un discurso, inferir sin error a partir de él, y a pesar de eso ignorar con amplitud de qué trata; breve, aunque irónico ejemplo de esa opaca lucidez es el cuento La muerte y la brújula, de Jorge Luis Borges. Pero es la literatura de Antonio Oviedo, poco menos que simultánea en mi experiencia con aquella noción filosófica, la que me ha puesto reiteradamente en la situación de tratar con textos elusivos, que presentan de manera descarada la futilidad de cualquier intento para ir más allá de los signos, o si se prefiere un léxico más solemne: de los símbolos. El lenguaje, en sus usos no metafísicos, es una valiosa herramienta, quizás la más valiosa, para coordinar las acciones humanas destinadas a producir cambios en el universo no lingüístico y en muchos casos la expresión lingüística es en sí misma una acción que produce una diferencia. Es conocida la paradoja de San Agustín respecto al tiempo: “mientras no me preguntan que es el tiempo, sé lo que es; cuando me lo preguntan, ya no lo sé”; conjeturo que la proposición es universalizable, o poco menos, y nos manejamos con soltura y precisión en el dominio que sea, sin sospechar siquiera lo que tocan nuestras herramientas. Pero basta una pequeña reflexión, un breve intervalo en las funciones habituales, un hiato insolente, un momento que en lenguaje wittgensteiniano podríamos llamar ‘filosófico’ para advertir que hemos perdido contacto con el mundo y nuestras palabras giran en el vacío y no hay donde hacer un escrutinio de lo que significan: continuar esa investigación es como proseguir una partida de ajedrez en jaque perpetuo.    
            Antes de encontrarnos en un larifari filosófico desconectado de nuestras prácticas vitales suelen presentarse en el mero mundo empírico situaciones análogas, aunque no idénticas a la inescrutabilidad de la referencia, y estas situaciones abundan cuando se trata de presentar un mundo acorde con alguna filosofía, por torpe y brutal o cruel y refinada que esta pueda ser; entonces la referencia acostumbrada de algunas palabras, esa que nuestra inteligencia atrapa sin necesidad de interrogarse, se diluye. Entonces las cosas y las personas que identificábamos con esos nombres, Silvia  Z, por ejemplo, ya no están más: han desaparecido. Sin embargo no se trata de nada inescrutable: es un eclipse, un drama, una tragedia existencial y política, pero la referencia se puede escrutar, sino directamente, a través de sus efectos y sus relaciones: no todas las fotos han sido destruidas, no todos los recuerdos han sido borrados, quedan ruinas de una casa.
            Los eclipses en la historia de la humanidad tienen connotaciones sombrías, como si la sombra de la tierra en la luna o la sombra de la luna en la tierra se vincularan a un obscuro presagio: “Y acaecerá en aquel día, -dice el señor Jehová-, que haré se ponga el sol al medio día y la tierra cubriré de tinieblas en el día claro. Y tornaré vuestras fiestas en lloro, y todos vuestros cantares en endechas…”(Libro de Amós, capítulo 8, versículos 9 y 10). Nuestra conciencia ilustrada y científica no alcanza a borrar esas asociaciones, aunque a veces las mire con desdeñosa ironía, pero también nos enseña que esa manera negra del eclipse nos permite observar fenómenos que permanecerían ocultos en la claridad cotidiana. A semejanza de un acontecimiento cósmico, Silvia Z., desaparecida tiene una gravedad insospechada, una fuerza que permite seguir, de trecho en trecho su trayectoria, y en la pesquisa de esos pasos revela otros detalles por lo general inadvertidos en el aire diáfano: el azar disfrazado de destino o el destino disfrazado de azar, el frágil límite entre la vigilia y la pesadilla, entre la salud y la enfermedad...
            Comienza el eclipse tiene también un título equívoco, pues el texto que preside es una descripción del paisaje después del eclipse (o casi después del eclipse, la metáfora sugiere pero no define un lapso estricto como el ámbito astronómico), pero en un clima todavía difuso, con unas sombras persistentes, o con el descubrimiento de otros obstáculos que interfieren la trayectoria de la luz y nos impiden alcanzar la ansiada lucidez.    


Daniel Vera
Córdoba 2012