Medio
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Presentación del N° 42 de la
Revista anual de Psicoanalisis Medio Dicho
Hay cantidad de miedos y muchos de
estos están en los medios, y se tejen redes con esos y con otros miedos y hasta
hay un botón institucional para cuando el miedo se transforma en pánico, pero
presumo que hay miedos secretos, miedos que no podemos confesar, porque
ignoramos que los tenemos, tal vez alguno de aquellos tan públicamente
manifestados se encuentre más de una vez entre estos celosamente callados. Más
de uno de esos miedos secretos suelen ser miedos a las palabras, y de manera
más general miedos a la lengua, a lo que nos imaginamos que es un
lenguaje. De ahí que en lo que me toca
como presentador ensaye un vínculo entre el artículo de Jacques Alain Miller ¿ha dicho raro? , o quizás ¿ha dicho
“bizarro”? y los que tratan explícitamente sobre el miedo o la falta de miedo;
mi intención surge entre otras razones porque allí se trae a colación una cita
de Roland Barthes: ‘la lengua es fascista’, expresión que puede causar asombro,
porque el lenguaje tiene buena prensa y pocos nos sentimos inclinados a
sospechar conscientemente de él, aunque en nuestros comportamientos haya
signos de estar afectados por esos
miedos. Sabidos es que lo que no podemos decir, impedidos por la censura
externa o interna, incluso lo que nos impedimos saber que nos impedimos decir,
lo figuramos en mitos, y el mito a propósito de estos miedos, ¿podría decir
“logofobias” es el de la Torre de Babel.
En ese relato parecen ser vituperadas dos situaciones extremas: una, la lengua
única y unívoca, que disgusta a Yavé y otro a la multitud de lenguas que
confunde y separa a los hombres con su equivocidad.
Hemos olvidado –hemos querido olvidar y por
ahí no hemos querido darnos cuenta de- que en el aprendizaje del lenguaje hemos
estado –y estamos, por ejemplo, cuando recurrimos a un diccionario o a una
gramática- sometidos a una autoridad
presuntamente inapelable; en la mayoría de los casos es una autoridad
legítima, que se limita a enumerar los usos de una palabra o de una forma gramatical,
que siempre se pueden ampliar o revisar, y no de un decreto imperial monolítico
que estemos obligados a seguir letra por letra. Pero ese fantasma terrible se
insinúa cuando queremos decir algo original o singular, algo raro, algo
‘bizarre’ dice el original francés, que aclara que es una palabra importada del
español ‘bizarro’, que quería decir valiente o arrojado antes de asumir este
sentido de extravagante o exótico, por no decir raro, que los hispano parlantes
hemos importado del francés o del inglés…¿Es posible que el juego de la
traducción nos haga ver la valentía como algo bizarro? ¿Resulta raro ser
valiente? ¿Cómo podemos animarnos a decir esto? No dudo de que si queremos
construir una torre que lleve al cielo todos tendríamos que hablar una lengua
única –y para ser única necesita ser unívoca, y la univocidad es precisamente
eso: una sola voz, una voz que no dejaría lugar para nuestras voces, y en
cuanto cualquiera de nosotros quisiera decir algo propio, no sería entendido ni
sería admitido en esa laboriosa comunidad de constructores, y hasta podemos
imaginar algunas frases que no se podrían articular en ese “idioma”: no se
podría decir, por ejemplo, que la torre es imposible, que la torre es inútil,
que disgusta a Yavé. He escrito “idioma” y lo he escrito entre comillas, porque
este vocablo apunta a lo propio, a lo idiosincrático, y el colmo de lo propio
es la idiotez que no nos permite salir de nosotros mismos, pero a esto apuntaré
luego, por ahora quiero detenerme en los constructores de torres que llevan al
cielo, no en los del mito, sino en los de la historia, porque históricamente no
han faltado ni faltan pretendidos campeones de la humanidad que dicen ser conocedores
del destino del mundo y depositarios de los “verdaderos” significados de las
palabras dispuestos a arrear todo el rebaño y en beneficio de su proyecto
totalitario han intentado el monopolio del diccionario, excluyendo toda
interpretación alternativa, proscribiendo neologismos y metáforas, ayudados,
por supuesto por instrumentos y prácticas no lingüísticas, instrumentos y
prácticas de las que está prohibido decir que disgustan a Yavé o que resultan
lesivos para nosotros o para vosotros o para algunos otros. Una lengua así no
existe ni ha existido, aunque por ahí filósofos y lingüistas en busca de una
universalidad unitaria hayan postulado y bosquejado un artefacto semejante,
modelo abstracto admisible sólo porque hace abstracción de los usuarios.
Pero de aquella fallida edificación,
sea por ese enojo de Yavé señalado en el mito o simplemente porque a los
hombres les suele gustar decir algo “bizarro”, un chiste, una metáfora, una
fábula para divertir y divertirse, para engañar y a veces para engañarse, para
tejer alianzas unos contra otros, para segregar a los extraños, para ocultarse
de los propios –como hacen los adolescentes con su jerga en perpetua mutación
que los adultos nunca llegamos a dominar, o los delincuentes con sus códigos
impenetrables para la mayoría- de aquella arcana unidad, si es que hubo alguna
vez alguna, surgió este maremágnum de lenguas, idiomas que nunca se terminan de
contar porque de tiempo en tiempo nace uno nuevo –afirman que actualmente son
más de cinco mil las “lenguas vivas”, aunque hay algunas “muertas” cultivadas por
arqueólogos, paleontólogos y otras runflas de estudiosos de aquello que se dijo
para averiguar lo que pasó o de aquello que pasó para conjeturar lo que se dijo
o pudo haberse dicho, si es que pudo decirse algo.. En fin, tantas lenguas
después de Babel, que los grupos humanos estarían impedidos de comunicarse
verbalmente unos con otros, y en el extremo, si extendemos el alcance del mito,
algún hombre singularísimo idearía un lenguaje para uso propio y encontraría
impracticable el de los demás, eso caería dentro de lo que se llama lenguaje privado, otro engendro mítico
supuesto para proteger la intimidad propia del oído ajeno y la mirada ajena,
porque ya se sabe, el infierno son los demás…Tal es nuestra precaria situación:
O bien nos quieren hacer objetos de una lengua ajena y enajenante o bien cada
uno de nosotros pretende ser único sujeto de la propia. Pero ni tanto, ni tan
poco, y de uno u otro modo intentamos ser sujetos de nuestra lengua sin caer en
la idiotez, y así, sea por la desconfianza, por la envidia, por el amor, por el
odio o por lo que fuera que nos inspiran los extraños, desde que se tiene
noticia unos y otros han querido saber lo que otros y unos piensan de unos y
otros y lo que traman en sus mutuos respectos, y ya para defenderse, ya para
imitar algún rasgo de su modo de vida, ya para atraer alguna Julieta a los
brazos de algún Romeo o viceversa, ya para
copiar una receta de cocina, para preparar un ataque sorpresa, ya para comerciar
o impedir el comercio, se ha traducido de unas lenguas a otras y de otras a una,
y según mi modo de ver, pese a todas las críticas y los malos entendidos, en
general ha sido más lo que se ha ganado que lo que se ha perdido en la
traducción. Y aquí viene a conjugarse mi propósito, dado que por un lado el
poeta Michel Leiris ha identificado traducción y metáfora, y por otro el griego
moderno designa con “metáfora”, lo que llamamos mudanza, tengo la imagen de que
al traducir o al metaforizar hacemos que los significados cambien de lugar, los
sacamos de su lugar habitual –que no es nunca su lugar natural porque nunca
estuvieron allí antes de que los pusiéramos allí: son como los muebles de una
casa y, si quieren, como la misma casa- y una vez sacados de ahí nunca llegamos a saber con precisión a qué
lugar fueron a parar o van a ir a parar. Por eso en nuestro conversar –o
discutir o litigar o confesar o leer- estamos como los primeros traductores,
que no disponían de un diccionario ni una gramática para aproximarse a la otra
lengua, y no tenían más remedio que interpretar lo que el otro decía, y en
cuanto mejor lo interpretaban mejor la conocían y en cuanto mejor la conocían
mejor la interpretaban, y con el conocimiento de la lengua incrementaban el
conocimiento del otro y con el conocimiento del otro incrementaban el
conocimiento de la lengua: pero nunca sus palabras son cabalmente nuestras y nunca
nuestras palabras son enteramente suyas; lejos de ser perfectamente claras y
distintas, acumulan pátinas de vaguedad o se bifurcan en ambigüedades: cada
caso muestra residuos dispuestos para una ulterior interpretación, porque pese
a la extraordinaria importancia que tiene el lenguaje para los seres humanos,
la comunicación entre nosotros no comienza ni termina con el lenguaje, aunque
el lenguaje pueda conducirnos a límites siempre provisorios. En otros términos:
no hay nada dicho del todo, pero todo, incluso el miedo está medio dicho o, por
lo menos en camino a Medio Dicho. Muchas gracias.
Daniel
Vera
Córdoba, 2016
Córdoba, 2016