Escenas de la Commedia universal
Disfrazado de Novia
Carlos
Schilling
Editorial Nudista, 170 páginas
Córdoba 2016
En
el canon occidental o, con menos pretensiones, en un canon accidental, el mío,
la Beatriz del Dante es por antonomasia la mujer imposible del escritor
favorito, aunque tal vez al alígero sólo le trajo felicidad literaria en ese
monumento que compuso, como lo sugiere alguna lectura, para encontrarse con
ella en el Paraíso y mirarla sonreír eternamente como si la sonrisa le
estuviera dirigida; en la historia de la filosofía, que es otro canon, Regine
Olsen, novia con la que Sören Kierkegaard rompió y luego transformó en símbolo
inspirador de su pensamiento, relación acaso sugerida por la de Dante con
Beatriz, es el modelo ejemplar. Unidos los dos motivos, no es imposible
imaginar que algún ser real o ficticio se haya Disfrazado de novia para sugerir a Carlos Schilling la elucubración
de estas escenas de commedia abundante
en pecados, penitencias y redenciones, aunque mucho más difusos y confusos que
en la clara casuística teológico moral del florentino y con una carga personal
(‘es lo que hay’, diría un cordobés) tan intensa como la acostumbrada por el
gran danés en sus ladridos existenciales.
Lo
cómico –descubro de manera tardía- es lo opuesto a lo trágico, y no a lo serio,
y es mucho más serio que lo trágico, ya que las tragedias son ‘perfectas’
tienen un cierre y concluyen alguna vez, son universos cerrados como el cuento
en alguna mitología narrativa que Schilling soslaya llamando relatos estos
ejercicios, en tanto que las comedias quedan abiertas, pueden continuar, con
sus muertes absurdas, sus evasiones irrisorias y sus amores insensatos, hasta
que las velas no ardan o ardan sin quemar o quemen sin arder. Recuerdo también
que Dante es autor de De vulgari eloquentia, ensayo donde
defiende en latín las calidades expresivas la lengua vulgar, el italiano, que él
ejemplificó soberanamente en la Commedia que hoy llamamos divina, y
esto porque sin énfasis ni recato Schilling remite a medios y símbolos de lo
que podría llamarse ‘cultura pop
universal’ donde se mezcla la Biblia con el calefón, o más literalmente,
Wittgenstein con The Bangles, cuyo albúm Everything viene muy a propósito
para nombrar ese contexto sin contexto donde todo está al alcance de todos en
una ventana electrónica que en anacrónicos lectores evoca incesantemente a la
Biblioteca de Babel, al Aleph y al Libro de Arena. The Bangles también por Susana Hoffs, con nombre
de casta y apellido de esperanza (Hoffnung, en alemán, ich hoffe, yo espero),
lo que le da pista y pasta a uno de por aquí para convertirse en su Novio
Secreto y enamorado perpetuo: Casta Esperanza que conoció por televisión, en
una vidriera de electrodomésticos, y quedó hechizado por ella como Dante por Beatriz
o como Kierkegaard por Regine; por supuesto, no la convierte luego en su amor
cortés y finalmente en su destino poético y teológico, transfiguración que no pudo
completar Kierkegaard con la novia que dejó plantada en aras de la filosofía, porque
el marido de Regina le prohibió nombrarla, sino que más mundano que aquel y
algo más práctico que este, con una suerte de platonismo resignado, se conforma
con Verónica, copia verdadera aunque más sensible al paso del tiempo, de una
Idea casi inmutable gracias a la protección brindada por la magia mediática,
con cuyo socorro construye un altar moreliano para rodearse de ella a
perpetuidad.
Verónica, dicen los que saben más,
proviene de Berenice (la que trae la victoria), cuya cabellera arde en el
firmamento nocturno y en la poesía de Bernardo Schiavetta, pero yo acabo de
aludir a una etimología popular medieval, basada en un evangelio apócrifo,
según el cual una mujer habría enjugado con un lienzo el rostro de Jesús en su
calvario, y en la tela habrían quedado impresos los rasgos –vera icon-
de quien iba a ser crucificado. Vera, digo, y agrego Schiavetta, icónico poeta,
porque ambos aparecemos en la misma escena de esta ‘commedia’, no tan grotesca acaso como la Divina (ni siquiera como
la humana réplica balzaciana), pero que como aquella no desdeña incluir
escritores entre sus personajes. A nosotros dos nos toca estar con Nemrod en un
mismo espacio infernal, ni círculo ni helicoide, más bien pampa llana, construido
con pretexto del legendario Lorenzo Deus y sus pláticas en el desierto, pero
que quizás merezca otra interpretación debido a que Schiavetta ha asimilado endecasílabos
míos al espléndido Raphèl maì amècche zabì almi, junto con el mero hecho de mi escasa propensión para buscar
lectores y mi colosal facilidad para no encontrarlos, en vista de que la
mayoría de mis invenciones han sido calificadas de muy difíciles de entender y
no pocas lisa y llanamente de ininteligibles, como les habría pasado –supongo-
a los discursos en español de Deus entre aborígenes no colonizados, si por azar
lo hubieran escuchado.
Borges
se ‘figuraba el Paraíso bajo la especie de una biblioteca’, los personajes de
Schilling, habitantes de un planeta en el que las bibliotecas son espacios
virtuales y los libros –incluso este, editado con cuidadoso celo- tienden a ser
memoriales de un hábito preterido, tal vez asimilen la biblioteca a un Infierno
en el que uno debe andar de un lado para otro, deshojando volúmenes para
encontrar una referencia, tienen otros destinos gloriosos o infames, a veces
efímeros, como una fiesta en un Airbus a miles de metros de altura, a veces
simbólicos como el Premio Nobel para Silvio Mattoni, a veces tediosos como
quedar encadenado después de muerto a una esquina de Colonia Tirolesa o jugar
indefinidamente al ping pong en Mayu Sumaj, a veces subjuntivos, como hubiera
sido compartir la vida con la mujer imposible, y casi siempre, o siempre, ambiguos,
digo ahora, que recuerdo un texto, ya no sé si de Gabriele D’annunzio o de
Giovanni Papini, en la que el sujeto la mañana siguiente a su noche de bodas
mira a la mujer que yace a su lado, se imagina la escena repetida en todos los
días por venir y huye despavorido. En suma, se hace o no se hace el campo amor: en este mundo traidor nada es verdad ni
mentira, todo es según el color del cristal con que se mira.
Una coda para Regina Olsen, las
novias perfectas y las mujeres imposibles: Kierkegaard murió joven y
desconocido a los 42 años en 1855. Me han contado que casi cincuenta años
después, entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, a una anciana Regina le
extrañaba que el mundo académico prestara atención a los escritos de quien ella
recordaba vagamente como un muchacho inconstante y excéntrico.
Daniel Vera,
Villa Páez, 2016