Pablo Seguí
Poemas
Editorial Barnacle
Buenos Aires
Presentación:
¿Y uno qué hace cuando
lee?
Voy a ensayar
varias respuestas para esta pregunta, que es el primer verso de un poema cuyo
título Horas, libros, corazón y cuya
dedicatoria para Elisa (für Elise)
provocan resonancias románticas, resonancias que por esos caprichos de las
palabras, bien se pueden llamar clásicas. La primera respuesta da cuenta de mi
costumbre de destripar las palabras, invertirlas, encontrar sus anagramas y sus
rimas, y es el corazón de la razón
por la que a estas horas estoy aquí
con el libro de Pablo Seguí Otro
verano y éste, denominación que primero descompuse en ‘Otro Vera no y
éste’, y luego recompuse con algún agregado en ‘Otro Vera no ¿y éste? Este sí’.
Sí que puede ser un adverbio o una nota musical: Dar el sí, con todo lo que
pueda figurarse.
Cosas que uno
hace cuando lee. Uno, cuando lee, escribe; escribe, como en ese otro poema Tratando de entender. Acaso sea un
pleonasmo burocrático decir de alguien que lee y escribe. Mi abuela, que no sé
dónde aprendió a leer, contaba que una vez en un campamento de hacheros, grupo
de familias iletradas en medio del monte, apareció un hombre con una rara
habilidad: sabía escribir. Le pidieron que escriba algo, y el hombre tomo un
palito y trazó unos garabatos en el piso. Le preguntaron que había escrito, y
se confesó ignorante, porque todavía no había aprendido a leer. En la
superficie la paradoja es notable y notoria, pero en la trastienda sucede que
uno (y cuando digo uno, quiero decir yo, cualquiera sea) no sabe leer lo que
escribe o no sabe escribir lo que lee, y el caso es flagrante en poesía, porque
la poesía se parece a los sueños y no hay regulación del soñar y de leer los
sueños, cito a Seguí, el corazón no
encuentra lo que busca…los libros dicen muy poco ya.
Pero trata de
entender. Porque cuando lee uno suprime la distancia, pero cuando la suprime advierte
que hay una distancia insalvable, y entretanto evoca otras lecturas, y tratando
de entender puede suponer una historia teórica, rastreable hasta las primeras
décadas del siglo pasado, cuando el lógico-matemático Kurt Gödel eliminó a la
vez la necesidad de los metalenguajes y la imposibilidad de hablar de un
lenguaje en el mismo lenguaje. Casi en paralelo Ezra Loomis Pound anuló la
diferencia entre la crítica literaria y creación literaria: “la mejor crítica
de Madame
Bovary
es el Ulyses de Joyce”, o sea, la mejor crítica de una novela es otra
novela. Seguí, en su poesía, enjuicia la poesía; leo:
Las
palabras ¿qué pueden?
Que
haré con ellas? ¿Qué
Me
permite mezclarlas,
Cortar,
alzar?
(Interrumpo la
lectura para una breve digresión, algo que hago a menudo cuando leo: ¿cortar,
alzar o cortar al azar?, de la que me devuelve inmediatamente la continuación
del poema:)
Y tocan
Manos
impredecibles
Muchas
veces.
Pero hay quizás una fusión más intensa en la apuesta
poética llevada a cabo por Seguí, sobre cuya pista me puso Daniel Freidenberg
en el prólogo: entre prosa y poesía sólo hay una distinción de grado y no de
género: el vocabulario es común a una y a otra (¡y pensar que son las mismas palabras!), aunque algunos vocablos puedan
ser desdeñosamente llamados vulgares y otros presuman de mejor prosapia o algunos
se ordenen en raras metáforas. Incluso se señala la transición en un dístico
puesto entre paréntesis:
(se
van las horas, las horas
Dejaron
de ser sonoras.)
En el
continuo se produce también una situación apremiante, la imposibilidad de salir
de las palabras, y el poeta tiene la percepción mallarmeana de la obra como
fracaso:
Yo
sé que las palabras
Ni
las fotos
Podrán
tenerte nunca.
Así dice en Un
mundo y, porque entre las cosas que uno hace cuando lee está el buscar (¡encontrar!)
armonías ocultas, respuestas a preguntas tácitas, continúa o contesta en Y te callás:
Y
sí: poquita cosa
Era
la poesía….
….La
Musa
Que
le dice que apenas
Una
voz, sus palabras
-esas
menesterosas-
Es
el poema: voz
Como
la de cualquiera
Pero
tuya…..
Palabras,
nada más
Que
palabras…
…….como
Las
de cualquiera, cuando
Te
conoce y pregunta
A
qué te dedicás.
El
fracaso, por supuesto, es relativo, como el éxito. Acaso es preferible fracasar
en una escalada al Everest, o siquiera al Champaquí, que tener éxito en subir
al primer piso por la escalera. Y en el hacer, el poema aparece como un Everest
inaccesible, se divisa la cima a mayor o menor distancia, pero fuera del
alcance: un objeto mágico, y no es posible avanzar más, y de la visión han
quedado solamente palabras, huellas, gramática…Sin duda un fracaso digno de admiración,
figura tal vez de la existencia humana para aquellos que crecimos leyendo al
primer Sartre: pasión inútil de procurar al mismo tiempo ser en sí y para sí;
la poesía es para sí, pero las palabras son en sí, cosas inertes entre cosas
inertes, a menos, claro está, que un lector les insufle nueva vida, y surge
otra vez la pregunta ¿y uno que hace cuando lee?, y uno quiere insensatamente
ser el otro en ese momento, ser esa mirada que recorre implacablemente los
renglones y los proyecta vaya a saber por qué mundo insondable, por qué
infierno. El fracaso equiparable a una
derrota, de ahí tal vez estos versos Para
los derrotados:
El
violín, en su estuche
Corta
una cuerda. Poco
A
poco deshará
Su propio
cuerpo. Prendo
Un
cigarrillo y fumo
Apostando
a que el vicio
Finalmente
me pierda
Porque
la muerte es dulce
Para
los derrotados.
Y uno, el otro, éste evoca a Nietzsche: di tu
palabra y rómpete, ha dicho su palabra, ha brindado su música y se ha roto, y está
dispuesto entonces a clamar y reclamar con César Vallejo ‘y si no sobrevive la
palabra, que se lo coman todo y acabemos’. La ventaja del poeta, porque alguna
ventaja ha de haber en todo esto, es que puede reencarnarse y volver en otro
poema después de haber cantado su propia muerte. Derrota, por otra parte, es
también camino, sendero en descampado, orientación en el mar, traslado,
metáfora de otro verano a éste. Después del descenso, el ascenso, la vuelta a
la vida, y el poema que da título al libro insinúa una dinámica emocional
–aunque podríamos decir ontológica- en la que para llegar a ser se necesita
haber dejado de ser:
Increíble.
Si piensas en esa noche
De lluvia
en que entreví
La
verdad de los cuerpos al mirar
Aquella
lluvia….
-al
cabo de los años
Y
de una suerte inteligente y ciega
Que
atrás dejó los nombres
Me
doy cuenta de que nada
De
lo que ahora tengo
Me
faltó nunca….
………………Cuánto se engañó
Mi
corazón con fuentes
Retorcidas…..Cuánto
encuentro
De
lo de siempre en vos,
Amor,
en tu palabra y en tu risa.
La lectura se detiene en ‘una suerte inteligente y
ciega’, porque la contradicción es la marca del vacío y deja sin lugar a los
demás signos, pero también es una apertura por la que se filtra la luz y
rehabilita –resucita- las palabras –la palabra, tu palabra- y posibilita la
recuperación, que es un ‘darse cuenta’, una íntima revelación
De
la más ociosa infancia
……………….
Lo
que jamás podremos olvidar
El amor
a la vida.
Otra cosa que
uno, yo, suelo hacer cuando leo es contar sílabas, que es lo que uno hace
cuando escribe, hasta cuando lee o escribe prosa, y sin embargo, llegando al
final advierto que no lo he hecho, estimo que ha de ser por cierta familiaridad
con endecasílabos y heptasílabos, que son casi mi manera de respirar o la suya,
la de uno como yo, o la de Pablo Seguí, y porque el octosílabo, como se dice,
es la respiración del castellano, o porque la métrica y la gramática coinciden
en la fluidez del discurso o, sin tal vez, porque uno, yo, ha preferido más
bien especular con imaginaciones que entretejidas trazan una vereda –Vereda de mi hogar- que conduce a la
última palabra del libro:
Renacer.
Muchas gracias.
Daniel
Vera,
Córdoba, septiembre de 2017.