martes, 28 de marzo de 2017

Julio Cabrera: filósofo, cordobés y pesimista
JULIO CABRERA
“No consigo trabajar dócilmente en áreas ya constituidas. La filosofía de la lógica fue para mí un ámbito de discusión de la Lógica Formal en sus pretensiones de decidir acerca del sentido y validez de discursos filosóficos. La filosofía del lenguaje, una oportunidad de discutir la hegemonía analítica en esta área y estudiar la variedad de filosofías del lenguaje (analíticas, hermenéuticas, meta-críticas) siempre en conflicto mutuo. Mis reflexiones sobre Cine y Filosofía pueden ser vistas como estudios sobre el lenguaje de imágenes y creación imaginante de conceptos. La ética, un dominio en donde conseguí desarrollar antiguas intuiciones acerca de la imposibilidad de la moral, la inmoralidad de la procreación y una posible moralidad del suicidio. Mis intereses actuales en el pensamiento latino-americano (o desde América Latina) tratan de ubicar mis trabajos lógicos y éticos en una dimensión de pensamiento insurgente, contra la hegemonía del pensamiento euro-centrado en las universidades latino-americanas, y sobre todo brasileñas.”
·         El Lógico y la Bestia (1995)
·         O Cinema pensa (2006)
·         Diálogo/Cinema (2013)
    Hasta aquí  algo que Cabrera dice de sí y una lista autorizada de sus libros. Para quien encuentre interés en su pensamiento puede continuar consultando su blog
filosofojuliocabreraes.blogspot.com/. De mi parte, digo que comenzamos a estudiar filosofía en la UNC allá por 1965 y que lo admiré desde un principio; recuerdo que estaba en clase con un amigo de entonces, Carlos Converso, titiritero en México, según las últimas noticias que tengo, y que lo señalamos y apodamos ‘Cara de genio’; luego nuestro interés común en lógica por una parte, y en literatura por otra, una coyunda no muy frecuente, nos fue aproximando, pero él iba siempre adelante –acaso porque me distraje demasiado con el periodismo, el sindicalismo y la política, o sin acaso simplemente porque él iba adelante-, hasta el punto en que yo recibí mi título de licenciado el mismo año y en el mismo acto de colación de grados en que él obtuvo el suyo de doctor, luego de que hube cursado bajo su dirección un seminario sobre la estética de Wittgenstein, además de haber aprendido en esos años bajo su amistosa guía casi todo lo que sé de música y de cine. Así, para que se comprendan nuestras afinidades y diferencias; luego él conoció la persecución y el exilio, motivados seguramente por la envidia y la originalidad de sus perspectivas, ya que no tenía militancia política alguna. Su carrera académica, y su vida, continuaron en Brasil, mientras yo me fui convenciendo poco a poco de que no quería moverme de aquí ni siquiera transitoriamente: Ach, verglebich das Fahren!
   Debo haber sido algo optimista entonces, porque sufrí el encanto de la Revolución, pero un optimismo matizado con la lectura del Cándido de Voltaire y con una tendencia anti utopista alimentada por George Orwell, Aldous Huxley y Bertrand Russell, de modo que no faltaron discrepancias entre Cabrera y yo, lo que hacía entretenidas nuestras conversaciones. Con el tiempo y las magulladuras históricas advertí que la democracia, sin llegar a ser buena, es un mal menor frente a cualquier utopía imanente o trascendente, sea para delirar con un Reich de mil años, con un paraíso terrenal socialista o con la salvación eterna; puede que esta valoración sea lo que resta de aquel precario de optimismo. Eso sí, siempre me gustó vivir, y me gusta todavía, y nunca me pregunté si eso era bueno o era malo, acaso peco de frívolo porque la tematización de la ética más allá de la lógica deóntica me ha sido particularmente esquiva. Pero quiero quedarme con un corolario del pensamiento cabrío en su diálogo con Dussel: el pesimismo no es revolucionario. Pero, agrego, tampoco es depresivo, de ahí que en mi agenda el suicidio es un acto optimista que se comete con la convicción de terminar con un mal, sea personal, social o ultramundano, lo mismo que el fin del mundo y el juicio final implican la esperanza de acabar definitivamente con el mal o mejor, con el Mal.
   En mi peronismo, no he dejado de sentirme un paria intelectual, por no anhelar un pensamiento nacional o una llamada filosofía o teología de la liberación: cada uno piensa donde está, con lo que tiene y como puede, desconfiando –si se aprecia pensar, se tiene que ser desconfiado- de quienes pretenden ayudar a pensar, porque estos ‘ayudantes’ por lo general quieren hacerte el bocho, es decir, suprimir o limitar cualquier asomo de pensamiento personal. De ahí que me parezcan de suma importancia las ideas de Cabrera a este respecto: ni lo europeo es universal ni lo brasileño (o lo argentino) es nacional. Apuesto un poco más, fuera de algunas convenciones estatales, la nacionalidad se diluye en multitud de figuras en la que confluyen azarosamente líneas provenientes de las más diversas direcciones y la universalidad, si es algo, es la capacidad de asimilar (luego de haber devorado, según lo quieren Cabrera y Oswald de Andrade) y potenciar esas líneas en creaciones e invenciones inéditas. Que uno de los efectos de la enseñanza institucional de la filosofía es mitigar estos efectos insurgentes no es un fenómeno local y se manifestaba ya en una carta de Hegel a un ministro de educación donde anotaba que la incorporación de la filosofía en el Gymnasium, apartaría a los jóvenes de escabrosas cuestiones como la existencia de Dios, el alma, la libertad, etcétera. Latente está en esas palabras la aspiración totalitaria de utilizar las escuelas, colegios y universidades para enseñar la ‘Verdadera Filosofía’, aspiración que con mayor o menor énfasis se esconde en todo programa de pensamiento hegemónico u orgánico; por el contrario, puede decirse que si dos personas piensan lo mismo, hay por lo menos una que no piensa. Encuentro en Cabrera esta celebración de la diversidad, y la celebro, no porque propendan a una liberación tutelada, sino porque afirman esa elusiva noción denominada libertad: sapere aude!

Daniel Vera
Córdoba, 2017


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