martes, 16 de enero de 2018

La vida como alegoría
 Consideraciones antisubjetivas de la escritura autobiográfica
Ensayo

Silvia Anderlini
Alción Editora
Córdoba,  2017,  110 pp.

A manera de prólogo

La vida es sueño
La escritura es el arte de descomponer un orden y componer un desorden.
 Severo Sarduy

            Famosamente escribió don Pedro Calderón de la Barca que toda la vida es sueño, y es sabido desde muy antiguo que los sueños, aun los más transparentes, están necesitados de interpretación; de ahí que la vida, o mejor el relato de una vida, de la propia vida requiera también el auxilio de un intérprete, y como rara vez ocurre que cada cual disponga de una clave satisfactoria para sus respectivos sueños, acaso también la historia que cuentan de su vida y su vida misma sean descifradas mejor por un tercero. Desde los tiempos bíblicos de José y Daniel, ese rol de explicar sueños ajenos, o vidas ajenas, ha sido desempeñado por diversos nombres y funciones, y entre tantos han descollado la literatura, en especial la crítica literaria, y el psicoanálisis,  al punto de haber abierto el campo para  la autonomía de una disciplina, la hermenéutica, cuyo sustento y finalidad es precisamente la busca de una adecuada interpretación textual, porque es en los textos donde mejor se fija el curso de la vida, o de los sueños. En un sector de esa intrincada selva, según nos informan el título y el subtítulo de este libro, La vida como alegoría. Consideraciones antisubjetivas de la escritura autobiográfica,  Silvia Anderlini ha señalado hitos y ejemplos que marcan una senda.


             En el pasado los críticos se habían sentido incómodos con la alegoría, dado que su concepción suponía un código secreto –allos agoreuein, lo otro del hablar público, del encuentro en el ágora- compartido sólo por unos pocos autorizados para legitimar textos y   revelar su significado oculto, lo cual dejaba escaso margen para un ejercicio de libertad interpretativa: La Divina Comedia representaba el bienaventurado itinerario del alma hacia Dios y fuera de ese marco pocas cosas podían decirse. En general, el contenido de las alegorías era edificante, y las fábulas lo muestran de manera paradigmática cuando señalan con una moraleja el sentido que debe sacarse de ellas. El tratamiento teórico de la alegoría a partir de caracterizarla como manera de significar una cosa con el signo de otra, acaso su contraria, el famoso doble sentido o el no menos famoso equívoco, la fue asimilando a la metáfora, a la ironía, a la falsedad y, oh Platón, a la mentira, y con ello, salvo en alguna estricta terminología, puede llegar a ser considerada como una cuestión pragmática, propia del uso del lenguaje, antes que como una determinación semántica. Así es el lector –el avisado o desconfiado lector- quien ‘elige’ como debe tratar determinado discurso, si debe negarlo, refutarlo, reforzarlo, ampliarlo, ironizarlo, etcétera. Así es que puede leerse como alegórico un relato compuesto sin intención alegórica, sea porque responde a un esquema común frecuente en relatos producidos en situaciones sociales extremas: catástrofes, guerras o bien celebraciones extraordinarias,  como ocurre, por ejemplo, en los cuentos de navidad, o sea por alguna finalidad particular.

            Las autobiografías tampoco son lo que eran; ya no se acepta universalmente que cada uno sea quien más y mejor sabe de sí mismo y cuente verazmente lo que sabe, pues aunque sea sincero –lo cual nunca se puede probar-, el pudor, la modestia, la vanidad,  la cortesía, el temor y otras pasiones lo pueden llevar a tener una versión distorsionada de sus hechos y a omitirlos, suavizarlos o exagerarlos en sus dichos. De ahí que cada autobiografía se haya convertido en un diseño enigmático en el que diversos intérpretes –médicos, psicólogos, confesores, policías, abogados, políticos, politólogos, filósofos, etcétera-, movidos por intereses distintos buscan trazar un mapa fidedigno del territorio que presuntamente describen. En un extremo y abarcando completamente el universo textual, un autor, Harold Bloom, llegó a comparar la crítica con la cábala porque podría llevar a hacer que cualquier texto dijera cualquier cosa.

            Pero si bien los aspectos antedichos están supuestos o sugeridos en el texto de Anderlini, el sujeto cuestionado por sus consideraciones es el ‘objeto’ pretendidamente expuesto en la autobiografía, el autor o protagonista. En su Monadología, escribió Leibniz en 1714:
Supongamos la existencia de una máquina cuya estructura le permita pensar, sentir y ser capaz de percepción, y suficientemente aumentada de modo tal que conserve las mismas proporciones y que sea posible ingresar en ella como en un molino. Y una vez supuesta, si la examinamos por dentro, no hallaremos sino unas piezas que trabajan unas sobre otras, pero nunca nada que explique una percepción. Así pues, habrá que buscar esa explicación en la substancia simple y no en el compuesto o en la máquina.
Esa substancia simple, el yo o el alma, una mónada indivisa e indivisible, era el sustrato, el sub-jectum, cuyas experiencias representaría la autobiografía. Y esa simplicidad, demás está decirlo, se ha evaporado: en el psicoanálisis el ‘sujeto’ se descompone para su explicación en yo, superyó y ello, y se discute su secuencia; en las neurociencias se busca y se encuentra parte de esa explicación en la acción de miles de millones de neuronas, y tampoco en filosofía de la mente se deja de proponer una multiplicidad de instancias.

 Autobiografías y autorretratos guardan una estrecha analogía, pero en los autorretratos es evidente la perspectiva y los rasgos o gestos que el pintor se ha propuesto destacar, y cuando hay varios autorretratos de un artista, se muestran cambios, siquiera los debidos al paso del tiempo, en tanto que las autobiografías tienden a dar la impresión de ofrecer una visión completa de todo el tiempo desenvolviéndose hacia una postulada causa final; en el caso de referencias autobiográficas rescatadas de diversos momentos de un autor puede apreciarse una asimilación mayor al autorretrato y es obvio que bien podrían proyectarse en diversas autobiografías. Vuelve aquí una similitud con los sueños: Schopenhauer, lector y traductor de Calderón al alemán, sostenía que en el sueño, a diferencia de la vigilia, no percibimos el mundo ordenado en una continuidad espaciotemporal, sino en fragmentos caprichosamente dispuestos, tanto en el espacio como en el tiempo.

Un poema de Gottfried Benn, Fragmente, acaso sintetice esta reflexión preliminar; cito los versos finales:
Crisis de expresión y ataques de erotismo:
esto es el hombre de hoy.
El interior, un vacío,
la continuidad de la personalidad
es conservada por los trajes
que si son de buen material duran diez años.

El resto, fragmentos,
sonidos a medias,
frases de melodías desde las casas vecinas,
negro spirituals
o Ave Marías.
           
En todo caso, el libro de Silvia Anderlini es una guía alternativa eruditamente detallada y autorizada  para transitar estos laberintos.


Daniel Vera

Córdoba, 2017.

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