La vida como alegoría
Consideraciones
antisubjetivas de la escritura autobiográfica
Ensayo
Silvia Anderlini
Alción Editora
Córdoba, 2017, 110 pp.
A manera de prólogo
La vida es sueño
La escritura es el arte de descomponer un orden y
componer un desorden.
Severo Sarduy
Famosamente
escribió don Pedro Calderón de la Barca que toda la vida es sueño, y es sabido
desde muy antiguo que los sueños, aun los más transparentes, están necesitados
de interpretación; de ahí que la vida, o mejor el relato de una vida, de la
propia vida requiera también el auxilio de un intérprete, y como rara vez
ocurre que cada cual disponga de una clave satisfactoria para sus respectivos
sueños, acaso también la historia que cuentan de su vida y su vida misma sean
descifradas mejor por un tercero. Desde los tiempos bíblicos de José y Daniel,
ese rol de explicar sueños ajenos, o vidas ajenas, ha sido desempeñado por
diversos nombres y funciones, y entre tantos han descollado la literatura, en
especial la crítica literaria, y el psicoanálisis, al punto de haber abierto el campo para la autonomía de una disciplina, la
hermenéutica, cuyo sustento y finalidad es precisamente la busca de una
adecuada interpretación textual, porque es en los textos donde mejor se fija el
curso de la vida, o de los sueños. En un sector de esa intrincada selva, según
nos informan el título y el subtítulo de este libro, La vida como alegoría. Consideraciones antisubjetivas de la
escritura autobiográfica, Silvia Anderlini ha señalado hitos y ejemplos
que marcan una senda.
En
el pasado los críticos se habían sentido incómodos con la alegoría, dado que su
concepción suponía un código secreto –allos
agoreuein, lo otro del hablar público, del encuentro en el ágora-
compartido sólo por unos pocos autorizados para legitimar textos y revelar su significado oculto, lo cual dejaba
escaso margen para un ejercicio de libertad interpretativa: La Divina Comedia representaba el
bienaventurado itinerario del alma hacia Dios y fuera de ese marco pocas cosas
podían decirse. En general, el contenido de las alegorías era edificante, y las
fábulas lo muestran de manera paradigmática cuando señalan con una moraleja el
sentido que debe sacarse de ellas. El tratamiento teórico de la alegoría a
partir de caracterizarla como manera de significar una cosa con el signo de
otra, acaso su contraria, el famoso doble sentido o el no menos famoso
equívoco, la fue asimilando a la metáfora, a la ironía, a la falsedad y, oh
Platón, a la mentira, y con ello, salvo en alguna estricta terminología, puede
llegar a ser considerada como una cuestión pragmática, propia del uso del
lenguaje, antes que como una determinación semántica. Así es el lector –el
avisado o desconfiado lector- quien ‘elige’ como debe tratar determinado
discurso, si debe negarlo, refutarlo, reforzarlo, ampliarlo, ironizarlo,
etcétera. Así es que puede leerse como alegórico un relato compuesto sin
intención alegórica, sea porque responde a un esquema común frecuente en
relatos producidos en situaciones sociales extremas: catástrofes, guerras o bien
celebraciones extraordinarias, como
ocurre, por ejemplo, en los cuentos de navidad, o sea por alguna finalidad
particular.
Las
autobiografías tampoco son lo que eran; ya no se acepta universalmente que cada
uno sea quien más y mejor sabe de sí mismo y cuente verazmente lo que sabe,
pues aunque sea sincero –lo cual nunca se puede probar-, el pudor, la modestia,
la vanidad, la cortesía, el temor y
otras pasiones lo pueden llevar a tener una versión distorsionada de sus hechos
y a omitirlos, suavizarlos o exagerarlos en sus dichos. De ahí que cada
autobiografía se haya convertido en un diseño enigmático en el que diversos intérpretes
–médicos, psicólogos, confesores, policías, abogados, políticos, politólogos, filósofos,
etcétera-, movidos por intereses distintos buscan trazar un mapa fidedigno del
territorio que presuntamente describen. En un extremo y abarcando completamente
el universo textual, un autor, Harold Bloom, llegó a comparar la crítica con la
cábala porque podría llevar a hacer que cualquier texto dijera cualquier cosa.
Pero
si bien los aspectos antedichos están supuestos o sugeridos en el texto de
Anderlini, el sujeto cuestionado por sus consideraciones es el ‘objeto’
pretendidamente expuesto en la autobiografía, el autor o protagonista. En su
Monadología, escribió Leibniz en 1714:
Supongamos la
existencia de una máquina cuya estructura le permita pensar, sentir y ser capaz
de percepción, y suficientemente aumentada de modo tal que conserve las mismas
proporciones y que sea posible ingresar en ella como en un molino. Y una vez
supuesta, si la examinamos por dentro, no hallaremos sino unas piezas que
trabajan unas sobre otras, pero nunca nada que explique una percepción. Así
pues, habrá que buscar esa explicación en la substancia simple y no en el
compuesto o en la máquina.
Esa substancia simple, el yo o el alma,
una mónada indivisa e indivisible, era el sustrato, el sub-jectum, cuyas experiencias representaría la autobiografía. Y
esa simplicidad, demás está decirlo, se ha evaporado: en el psicoanálisis el
‘sujeto’ se descompone para su explicación en yo, superyó y ello, y se discute su
secuencia; en las neurociencias se busca y se encuentra parte de esa
explicación en la acción de miles de millones de neuronas, y tampoco en
filosofía de la mente se deja de proponer una multiplicidad de instancias.
Autobiografías y autorretratos guardan una
estrecha analogía, pero en los autorretratos es evidente la perspectiva y los
rasgos o gestos que el pintor se ha propuesto destacar, y cuando hay varios autorretratos
de un artista, se muestran cambios, siquiera los debidos al paso del tiempo, en
tanto que las autobiografías tienden a dar la impresión de ofrecer una visión
completa de todo el tiempo desenvolviéndose hacia una postulada causa final; en
el caso de referencias autobiográficas rescatadas de diversos momentos de un
autor puede apreciarse una asimilación mayor al autorretrato y es obvio que
bien podrían proyectarse en diversas autobiografías. Vuelve aquí una similitud
con los sueños: Schopenhauer, lector y traductor de Calderón al alemán,
sostenía que en el sueño, a diferencia de la vigilia, no percibimos el mundo
ordenado en una continuidad espaciotemporal, sino en fragmentos caprichosamente
dispuestos, tanto en el espacio como en el tiempo.
Un poema de Gottfried
Benn, Fragmente, acaso sintetice esta reflexión preliminar; cito los
versos finales:
Crisis de
expresión y ataques de erotismo:
esto es el
hombre de hoy.
El interior,
un vacío,
la
continuidad de la personalidad
es conservada
por los trajes
que si son de
buen material duran diez años.
El resto,
fragmentos,
sonidos a
medias,
frases de
melodías desde las casas vecinas,
negro
spirituals
o Ave Marías.
En todo caso, el libro de Silvia Anderlini es una guía
alternativa eruditamente detallada y autorizada para transitar estos laberintos.
Daniel Vera
Córdoba, 2017.
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