La máquina autobiográfica del siglo XX
Silvia Anderlini, Jazmín Acosta y Sebastián Negritto
Editorial Alción, 116 pp., Córdoba 2012
(Fui invitado a presentar este libro, lo cual celebro y agradezco)
No es cielo ni es azul
El tango se llama Maquillaje y en él Homero Expósito
retoma la expresión de Lupercio Leonardo de Argensola para lamentar que no sea
verdad tanta belleza, dejando pasar el hecho de que la belleza es otra clase de
verdad, y empiezo con el tango porque el repertorio tanguero es sin esfuerzo
una de las mayores colecciones autobiográficas y me va a permitir introducirme
en el tema con un ámbito de referencia
familiar y desempeñar con alguna
desenvoltura mi tarea de presentador.
En la crítica literaria se conjugan la ciencia
y la poesía, o mejor: la poesía y la ciencia. El crítico, como poeta, busca
producir en sus lectores el efecto que la obra criticada ha producido en su
imaginación, y como científico ensaya hipótesis que puedan generalizar ese
juego de causas y efectos. Estos ensayos reunidos para su publicación
pertenecen quizás a un tipo superior de la crítica, a la meta-crítica, o algo
que podría llamarse filosofía del arte, en cuanto que no se ocupan tanto de una
obra literaria como de un género: la autobiografía, casi diría que se ocupan de
su imposibilidad y de su inevitabilidad. Mi incursión en esos remotos
arrabales, se acompaña con ese dejo melancólico de quien con cada frase se
asoma a un desengaño.
La cuestión, el cuestionamiento de
lo autobiográfico –sea confesión o memoria o sublimación, tres puntos
culminantes de la prosapia tanguera- es, por supuesto, paralelo a la cuestión,
al cuestionamiento del yo, una cuestión que viene de muy lejos, pero que se ha
ido agudizando con el paso de los siglos: ¡Conócete a ti mismo!, mandaba el
oráculo, y daba por descontado que había un ti mismo, esto es, un yo mismo, una
substancia, que yo podía conocer y dar a conocer. En otra tradición que luego
se reuniría con esta, se era menos confiado en la capacidad de
auto-conocimiento, y el faraón llamaba a José para que interpretara su sueño y
Nabucodonosor llamaba a Daniel para que le refiriera su sueño y se lo
interpretara, pero se descontaba la verdad de las atribuciones: las alegorías
no se deshacían en metáforas y el yo, el alma, con la ayuda de Dios, se
mantenía firme y cognoscible. Es más, aquí y allá el cosmos giraba en rededor
de este yo, existía para su goce o su conquista o su superación. Pero el
muchacho (o la muchacha) se fue para no volver o para volver muy cambiada.
Y esto ocurrió porque vinieron esas
que alguien llamó heridas narcisistas. La primera: el yo no es el centro del
cosmos, quizá no hay cosmos y es mejor llamarlo universo, le silence eternel des ces espaces infinis m'effraie. Y siguió, como se sabe, el saber que ese mundo
no era para el yo o el alma, sino que el yo o el alma era un producto más o
menos azaroso del mundo y no significaba una finalidad en sí, aunque se
diferenciaba del resto de las cosas porque era, en cierta medida y en medida
cierta, autónomo, lo que vinieron a poner en suspenso, entre otros, Nietzsche,
Marx y Freud, presentándolo como resultante de una lucha de instintos o de
interacciones con la naturaleza y la sociedad: lejos de ser una substancia, un
alma indestructible, el yo se conocía ahora como una función, como una
relación: sus determinaciones no eran intrínsecas, sino extrínsecas, sus
acciones y sus pasiones, en cierta medida y en medida cierta, eran heterónomas.
Su único dominio parecía ser el presente, pero la relatividad le vino a decir
que, como ya lo habían sospechado entre otros Kierkegaard y Hegel, todo su
conocimiento, aún la conciencia del momento, lo era del pasado, y sus
respuestas a los estímulos inmediatos, cuando no eran reacciones tardías, eran tentativas
falibles hacia un futuro incierto. A poco andar la mecánica cuántica le
advirtió que al conocer interactuaba con el objeto y lo modificaba, y se
modificaba. De tal modo, la máscara que el yo creía presentar al mundo, la
persona, fue mostrada como un juego de máscaras menos consistente que un
personaje literario, y cada autor se vio buscando un personaje que era un
personaje en busca de autor: A grandes, obscuros e indistintos rasgos esto que
he presentado es la maquinaria autobiográfica del siglo xx, la cuna de sus
espectros, sus exilios y su narrativa, ahora brevemente trataré de señalar como
han visto estos autores estos desplazamientos del maquillaje y, también como a
partir del maquillaje, de fragmentos de maquillaje, puede reconstruirse un
rostro.
El
fantasma y la máquina (de escribir),
ensayo de Jazmín Anahí Acosta, explora esa inasible situación donde la
inmediatez se deshace cada vez que se intenta aprehenderla: te busco, o me
busco, y ya no estás, ya no estoy. La impronta nietzscheana nos sale al paso:
no hay hechos, sólo interpretaciones: el cielo no es cielo ni es azul, y el
azul no es azul sino frecuencia de la onda luminosa, y la onda no es onda…No
hay un fantasma en la máquina: la máquina es el fantasma que trata de atraparse
a sí mismo, pero para eso tiene que verse como otro. Esa construcción del yo
como otro no puede formularse sin extrañamiento del lenguaje: por ahí, es decir
por aquí, no en el texto de Acosta sino en el mío y por algún canal de
televisión, anda Maradona hablando de Maradona como de un fenómeno colateral,
un eco impensado del Borges que se desdoblaba en el otro y el mismo. La
responsabilidad del significado cae entonces en el silencio, en el significante
cero, en lo que se muestra antes que en lo que se dice, en aquello que
identifica los usos metafóricos e irónicos del lenguaje, un perpetuo desvío,
primero el paso de la aparente literalidad a una insinuación que lleva una
segunda sugerencia que se continúa en una tercera en una creciente espiral de
muestras que desencadenan otras muestras y nunca llegan a ser lo dicho. Porque
el silencio tiene esa particularidad, en su no ser, en su ruptura de la
agobiante continuidad de los símbolos que se pretenden unívocos, abre
innumerables caminos. El que calla, otorga, su elocuencia muda abona la
libertad del intérprete a la manera en que algunas filosofías de la aritmética
hacen del cero la base de cuantiosos y divergentes infinitos.
En El autoexilio a partir del
siglo XX: Catástrofe y redención de la subjetividad autobiográfica, Silvia
Anderlini recorre seis etapas, desde la desintegración de la edificación
autobiográfica hasta el autoexilio como dispersión y supervivencia. Seguir en
detalle su erudita narrativa es una apasionante aventura cuya síntesis es
antítesis de toda justicia, ya que es por sí misma un paradigma de concisión.
Osaría, no obstante, decir que su camino nos hace partir de la nostalgia del yo
como sensación, como dato inmediato que se puede registrar sin mayores
equívocos como testimonio del ecce homo, del cómo uno llega a ser el que es,
para descubrir a poco andar que esa unidad aparente es una sucesión de acciones
y reacciones, en la cual cada vez el yo aparece enmarañado en su circunstancia
y busca redimirse en la respuesta a su situación histórica, hasta que puede
percibirse como el derrotero del carro de la cábala, pero la incógnita persiste
en el lugar del conductor. Esa contradicción se continúa en los tramos
identificados con la felicidad de autonombrarse y el silencio de una tumba: esto
es la imposibilidad de escribir la última palabra sobre uno mismo (según la norma
aristotélica sería no poder decir si ha sido feliz la vida que se ha llevado a
cabo), y de como la posteridad, aún la más benevolente, puede extraviar los
rastros y los restos. Pero entonces estamos ya al borde del último salto a otra
categoría: ya no sensación, ya no lucha –ni acción ni reacción-, sino
representación, el yo se ha exiliado, se ha asilado, se ha refugiado en su
autobiografía: eso también significa una dispersión –iba a decir una diáspora-,
porque la escritura es leída por cada cual de acuerdo con sus propias
sensaciones y mecanismos de acción y reacción y configurada en diversas
representaciones, pero es también, como se dice supervivencia, o mejor aún:
pervivencia, continuidad y multiplicación del yo en su relación con el mundo y
los otros.
En La
literatura autobiográfica en los cuentos de Saul Bellow (1915-2005) de Sebastián
Negritto advierto una prolongación de los efectos provocados por los ensayos
anteriores, en especial el paso de la autobiografía a la heterobiografía,
aunque en una imagen especular, en una producción eminentemente especulativa:
se nos invita a inferir el autor, el personaje que se construye como autor, a
partir de la producción literaria de ese autor, a partir de los personajes
producidos. La pesquisa, sin embargo, no se resuelve en psicoanálisis, sino en arqueología,
o quizás, como diría Harold Bloom, en inteligencia de lector: el autor es una
invención del lector para hacer inteligible la experiencia literaria. Hacia esa
invención o construcción apunta el estudio de Negritto, tanto en el aspecto
teórico, el que marca la diferencia del género frente a sus alternativas, en
especial frente a las novelas de formación, como en el práctico, en la
elaboración de una crítica a una obra determinada en función de esas
distinciones. En los ensayos de Acosta y Anderlini nos encontrábamos con la
imposibilidad de la autobiografía, en estos con la fatalidad de la
autobiografía: cualquier escritura es una huella de su autor y es posible ir
tras él siguiéndolas a ellas ¿lo alcanzaremos? Tal vez alguna vez algún
fragmento.
Una coda para esa oposición entre bildungsroman y autobiografía, que
aparece también en el texto de Anderlini, y que tiene que ver con la percepción
del tiempo (ese tiempo imposible de recuperar del que habla Acosta). Negritto
señala que la autobiografía es obra de edad tardía, exactamente, señalo yo,
como la novela de formación es obra de edad temprana. Es así, porque la
realidad del tiempo es una para el joven y otra para el viejo: el joven es –se
siente ser- el que va a ser, quiere ser juzgado por su porvenir, por lo que va
a hacer, en tanto el viejo es –se siente ser- lo que ha sido, se sabe juzgado
por lo que ha hecho o dejado de hacer: la satisfacción, el orgullo, la culpa,
casi toda la realidad es su pasado, valga el sintagma de Alfredo Lepera: la
vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser. Pero en ambos casos el yo es
elusivo, en uno porque para llegar a ser tiene que ir por donde no va, y en el
otro, porque ya no va por donde ha ido. En ambos casos estamos ciertos de que
no somos como nos ven, y podemos llegar a reconocer, si nos apuran un poco, que
no somos como nos vemos. Elusión, o tal vez ilusión. Me despido con un poema
que escribí hace unos treinta años, con un sentimiento que volvió a acosarme
con el impacto que este libro provocó en mi ánimo: Marginalia
La marca del lector, margen escrito
Con interpretaciones y preguntas.
Discrepancias, recuerdos, sugerencias.
El texto, sin embargo, substraído.
Comentarios de páginas en blanco
Es todo lo que queda del discurso,
Del flujo y el reflujo de las cosas.
El vacío insensato, consentido
Por vagas referencias al enigma:
¿Hubo alguna vez márgenes adentro
Palabras, escritura, soportando
La arquitectura lógica del diálogo?
¿O fueron siempre frases liminares
Cercando la cadencia del silencio?
Muchas Gracias.
.
Daniel
Vera
Córdoba, 2013.
Córdoba, 2013.
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