Nouvelle
Antonio Oviedo
Ferreyra Editor
Córdoba 2011, 115 páginas.
El eclipse de la referencia
Hay un tema de filosofía del
lenguaje explorado por Willard van Orman Quine y Donald Davidson que me ha
seducido desde que lo encontré, hace ya muchos años: la inescrutabilidad de la
referencia, la imposibilidad de regular la relación entre las palabras y las
cosas. Podemos entender cabalmente un discurso, inferir sin error a partir de
él, y a pesar de eso ignorar con amplitud de qué trata; breve, aunque irónico
ejemplo de esa opaca lucidez es el cuento La
muerte y la brújula, de Jorge Luis Borges. Pero es la literatura de Antonio
Oviedo, poco menos que simultánea en mi experiencia con aquella noción
filosófica, la que me ha puesto reiteradamente en la situación de tratar con
textos elusivos, que presentan de manera descarada la futilidad de cualquier
intento para ir más allá de los signos, o si se prefiere un léxico más solemne:
de los símbolos. El lenguaje, en sus usos no metafísicos, es una valiosa
herramienta, quizás la más valiosa, para coordinar las acciones humanas destinadas
a producir cambios en el universo no lingüístico y en muchos casos la expresión
lingüística es en sí misma una acción que produce una diferencia. Es conocida
la paradoja de San Agustín respecto al tiempo: “mientras no me preguntan que es
el tiempo, sé lo que es; cuando me lo preguntan, ya no lo sé”; conjeturo que la
proposición es universalizable, o poco menos, y nos manejamos con soltura y
precisión en el dominio que sea, sin sospechar siquiera lo que tocan nuestras
herramientas. Pero basta una pequeña reflexión, un breve intervalo en las
funciones habituales, un hiato insolente, un momento que en lenguaje
wittgensteiniano podríamos llamar ‘filosófico’ para advertir que hemos perdido
contacto con el mundo y nuestras palabras giran en el vacío y no hay donde
hacer un escrutinio de lo que significan: continuar esa investigación es como
proseguir una partida de ajedrez en jaque perpetuo.
Antes de encontrarnos en un larifari
filosófico desconectado de nuestras prácticas vitales suelen presentarse en el mero
mundo empírico situaciones análogas, aunque no idénticas a la inescrutabilidad
de la referencia, y estas situaciones abundan cuando se trata de presentar un
mundo acorde con alguna filosofía, por torpe y brutal o cruel y refinada que
esta pueda ser; entonces la referencia acostumbrada de algunas palabras, esa
que nuestra inteligencia atrapa sin necesidad de interrogarse, se diluye.
Entonces las cosas y las personas que identificábamos con esos nombres, Silvia Z, por ejemplo, ya no están más: han desaparecido.
Sin embargo no se trata de nada inescrutable: es un eclipse, un drama, una
tragedia existencial y política, pero la referencia se puede escrutar, sino
directamente, a través de sus efectos y sus relaciones: no todas las fotos han
sido destruidas, no todos los recuerdos han sido borrados, quedan ruinas de una
casa.
Los eclipses en la historia de la
humanidad tienen connotaciones sombrías, como si la sombra de la tierra en la
luna o la sombra de la luna en la tierra se vincularan a un obscuro presagio:
“Y acaecerá en aquel día, -dice el señor Jehová-, que haré se ponga el sol al
medio día y la tierra cubriré de tinieblas en el día claro. Y tornaré vuestras
fiestas en lloro, y todos vuestros cantares en endechas…”(Libro de Amós,
capítulo 8, versículos 9 y 10). Nuestra conciencia ilustrada y científica no
alcanza a borrar esas asociaciones, aunque a veces las mire con desdeñosa
ironía, pero también nos enseña que esa manera negra del eclipse nos permite
observar fenómenos que permanecerían ocultos en la claridad cotidiana. A
semejanza de un acontecimiento cósmico, Silvia Z., desaparecida tiene una
gravedad insospechada, una fuerza que permite seguir, de trecho en trecho su
trayectoria, y en la pesquisa de esos pasos revela otros detalles por lo general
inadvertidos en el aire diáfano: el azar disfrazado de destino o el destino
disfrazado de azar, el frágil límite entre la vigilia y la pesadilla, entre la
salud y la enfermedad...
Comienza
el eclipse tiene también un título equívoco, pues el texto que
preside es una descripción del paisaje después del eclipse (o casi después del
eclipse, la metáfora sugiere pero no define un lapso estricto como el ámbito
astronómico), pero en un clima todavía difuso, con unas sombras persistentes, o
con el descubrimiento de otros obstáculos que interfieren la trayectoria de la
luz y nos impiden alcanzar la ansiada lucidez.
Daniel
Vera
Córdoba
2012
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