viernes, 29 de marzo de 2013


DIJO
Poema
Oscar del Barco
Alción Editora 
Córdoba 2000, 60 páginas


Dijo
(Leído desde un poema de Juan L. Ortiz)

            De la poesía se puede hablar de muchas maneras y quizás en todos los tonos, pero muy poco es lo que se puede decir, porque el poema está al borde de lo indecible o un poco más allá de lo decible y por ahí conviene seguir el consejo de Wittgenstein y callar ante lo que se muestra en el silencio de las palabras; entonces habría que exponer Dijo y escuchar el tiempo que cae verso a verso y se desliza de palabra a palabra con una morosidad parsimoniosa:
la palabra
dijo…’

           
Pero entre las otras maneras de hablar de un poema, que siempre serán menos frugales y atinadas que la antedicha, hay una que acaso permite una aproximación a esos arduos confines del verbo y sirve de disfraz a la mudez: hablar desde otro poema, como si se hablara de otro poema, para que sea evidente que no se ofrece una paráfrasis, que no se pretende decir lo que bien se dijo sino seguir  los rumbos una y otra vez encontrados que el soplo del viento sugiere a nuestra piel. Y para este poema de Oscar del Barco, delgado, delicado, que apenas mancha con sus letras el blanco de la hoja, se me impone desde el arte gráfico la evocación de un poema igualmente pudoroso de Juan L. Ortiz: “Qué, decís…”, el asombro que sale del silencio y se retrae en los puntos suspensivos, un asombro indignado porque el descuido del decir se ha tornado insolencia hacia lo insólito, rutina para evitar el pensamiento, estrategia para no ver lo obvio, y eso es (o eso estimo en) la poesía de del Barco, esa poesía que se manifiesta también en su conversación, una conversación que se prodiga en ensayos, en poemas, en clases, en pinturas y…en conversaciones. “Qué, decís que ellos no sienten el jacarandá bajo la lluvia?”  ¿Cómo se pudo (cómo pudimos) haber dicho semejante cosa? Y peor aún, pues hemos obrado según ese decir: ¿exceso de maldad o mera falta de inteligencia? Ahora nos parece obvio que ellos sienten el jacarandá bajo la lluvia, pero por lo mismo tampoco se nos oculta que podríamos dar vuelta la pregunta: “qué, decís que ellos sienten el jacarandá bajo la lluvia?” ¿Cómo se pudo, cómo pudimos haber dicho semejante cosa o su contrario. Lo que pone de manifiesto la pregunta es que no se trata de decir, decir sería hacer explícito algo implícito, una suerte de revelación de sentidos ocultos, un apocalipsis, pero cuando lo que se trata es tan evidente, tan manifiesto, tan obvio como el jacarandá bajo la lluvia, que por lo mismo resulta invisible, relegado por el hábito a la rutina de lo inadvertido, entonces es imposible decir, todo decir es encubridor o traidor: porque lo que se manifiesta –lo que se muestra, según Wittgenstein- no se puede decir, ya se dijo. La pregunta, entonces, es un gesto que trasciende la manifestación hacia lo que la hace posible, el corazón expuesto y al acecho, que evita hacer presa del sentido consuetudinario: ese exceso no es fácil de entender y ni siquiera requiere ser entendido, sino dejarse estar en ese pulso primordial, cuyo requisito, que tampoco es tal, porque no hay un compendio de reglas claras y distintas, sino apenas indicios, sugerencias, insinuaciones, es despojarse de algunos hábitos equivocados, costumbres fallidas que distorsionan la imaginación, disociándola en sujeto y objeto. No hay nada que aclarar, cualquier aclaración acarrearía obscuridad, aportaría a lo sumo un sentido que nos apartaría de los sentidos y no nos dejaría ver ni oír ni palpar lo que quizás ya no nos damos cuenta de que no nos dejan ver ni oír ni palpar: “El Noviembre lila, todo lila, bajo la lluvia o en la lluvia que no se oye?”, la lluvia muda, o sorda, y velada o ciega, la lluvia impalpable al fin de flores de jacarandá. Todo el mes, un mes destacado por el color, marcado con inicial mayúscula, queda o puede quedar entre los dones que no supimos recibir, pero que estaban allí para nosotros.
           

‘dijo
sea
el mar
y el olivo negro’
“Ellos sienten el río, decís?...” El insondable río del griego, el río que no se deja ni se hace nombrar, que cada uno imagina a su manera en el curso de las palabras que conjuran la realidad y la efectúan, la hacen surgir de la indiferencia de las otras palabras, las del palabrerío insulso y ellos entonces “ven las velas blancas que no hay,”
‘y dijo
amad’
y el texto, los textos, el flujo de sentido que se filtra por la urdimbre y la trama de los textos los llevan “hacia el confín de sí mismos,” esos lugares donde casi dejan de ser  “y unas redes inexistentes, decís?, en que su silencio tiembla o arde…?”, pero que perciben ineluctables
‘la con otro
o con muerte’

‘sobre la vacilación
del que convirtió su lengua
en manto de fulgor’
Pudieron percibir pese a todos los movimientos encubridores, con esa manera que tiene del Barco de poner en evidencia no tanto lo que estaba oculto como la maniobra de ocultación, eso que se sustrae de la convenciones discursivas y horadan su cubierta recalcitrante con la voz de Ortiz: “Ellos tienen antenas, a veces, decís? /para palpar algunas invisibles criaturas, /y suelen tener la varita, decís?, que vibra en las corrientes escondidas…?”. La pregunta, la suspensión del juicio o el juicio en suspenso, la calidad expósita del poema permanece indeleble y no se deja apaciguar por juicios más o menos circunstanciados o circunstanciales.



‘arreglen
la piedra
que deletrea
su palote
el árbol’
Es una fábula, o mejor: un prejuicio, que lo invisible se gana a costa de lo visible, como contaban de Tales de Mileto caído en un pozo por mirar el cielo o como Demócrito que cegó sus ojos para que no le distrajeran la mirada inteligible. Expresado así, a pura prosa, casi no pasa de suministrar una información, pero el ánimo no puede dejar de estremecerse cuando Ortiz pregunta: “Pero a estas nubes que parecen subir /cuando no se sabe qué arpas descienden o se abisman, /ellos ni siquiera las adivinan, decís?”. Las aguas subterráneas y la piedra y el árbol son distintas pero no son exclusivas, y es obvio –esa obviedad que se convierte en su propia veladura- que no es necesario dejar de notar unas para advertir las otras.

           

del balido
donde nació el azar
antes de la pura lágrima
del reino
donde se acumularon espinas
El balido, acaso el baldío, previo, anterior, esto es: exterior. No se puede hablar de ellos o ellos no pueden hablar: “Es porque no es de ellos “la ciudad”, aún,  decís?..”.La ciudad no les pertenece y ellos no pertenecen a la ciudad, no son en ningún sentido ciudadanos (pero tampoco lo son quienes lo dicen, quienes se han apropiado tal vez sin deliberación y ciertamente sin derecho de la ciudad) y esta múltiple expropiación los condena a otra exclusión: “ni de ellos son los jardines que vuelan y que deshojan calles pálidas de amatistas?”.
sin saber
oír el ay
que clama
en el polvo
del no
más
así


           
El camino que se ha cerrado es el camino que se ha abierto; el hecho del lenguaje destruye el solipsismo y el enunciado de lo último se anula a sí mismo; sigue entonces, o debería seguir, de otra manera, inducido por la interrogación: “Pero no tendrán ellos, decís, la corona de los morados/ sobre los caminos libres totalmente de vidrios, al fin?”.
así
dijo
iré a ti
con graznidos
con el junco verde
de la furia contra la piedra
El junco es más fuerte que la piedra, porque busca la luz y la altura, y no se desgrana, y se muestra sin envidia frente a los árboles más altos: “o no ascenderán ello en los ceremoniales delicados/a oír palpitar las teclas lilas de la común savia encontrada…?
el hay
de la contemplación
del que así sea
en él
vendrá su
de la voz
elevándose
La voz se eleva hacia un silencio que también es verbo y acaso es principio, sobre todo cuando la lluvia/teje el mismo silencio/ para las frases de unos pájaros…?, porque sólo puede surgir después, apoyándose o nutriéndose de lo que dijo, la continuación por otros medios de los clamores del amor, tentación de la paz
fluyendo
por la intimidad fluyente de las hierbas
o los sonidos
de la lengua
que bendice
en el silencio
de lo que
salva

Daniel Vera,
Córdoba, 2008.


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