DIJO
Poema
Oscar del Barco
Alción Editora
Córdoba 2000, 60 páginas
Alción Editora
Córdoba 2000, 60 páginas
Dijo
(Leído desde un poema de Juan L. Ortiz)
De la poesía se puede
hablar de muchas maneras y quizás en todos los tonos, pero muy poco es lo que
se puede decir, porque el poema está al borde de lo indecible o un poco más
allá de lo decible y por ahí conviene seguir el consejo de Wittgenstein y
callar ante lo que se muestra en el silencio de las palabras; entonces habría
que exponer Dijo y escuchar el tiempo que cae verso a verso y se desliza de
palabra a palabra con una morosidad parsimoniosa:
‘la
palabra
dijo…’
Pero entre las otras maneras de hablar de un
poema, que siempre serán menos frugales y atinadas que la antedicha, hay una
que acaso permite una aproximación a esos arduos confines del verbo y sirve de
disfraz a la mudez: hablar desde otro poema, como si se hablara de otro poema,
para que sea evidente que no se ofrece una paráfrasis, que no se pretende decir
lo que bien se dijo sino seguir los
rumbos una y otra vez encontrados que el soplo del viento sugiere a nuestra
piel. Y para este poema de Oscar del Barco, delgado, delicado, que apenas
mancha con sus letras el blanco de la hoja, se me impone desde el arte gráfico
la evocación de un poema igualmente pudoroso de Juan L. Ortiz: “Qué, decís…”, el asombro que sale del
silencio y se retrae en los puntos suspensivos, un asombro indignado porque el
descuido del decir se ha tornado insolencia hacia lo insólito, rutina para
evitar el pensamiento, estrategia para no ver lo obvio, y eso es (o eso estimo
en) la poesía de del Barco, esa poesía que se manifiesta también en su
conversación, una conversación que se prodiga en ensayos, en poemas, en clases,
en pinturas y…en conversaciones. “Qué,
decís que ellos no sienten el jacarandá bajo la lluvia?” ¿Cómo se pudo (cómo pudimos) haber dicho
semejante cosa? Y peor aún, pues hemos obrado según ese decir: ¿exceso de
maldad o mera falta de inteligencia? Ahora nos parece obvio que ellos sienten
el jacarandá bajo la lluvia, pero por lo mismo tampoco se nos oculta que
podríamos dar vuelta la pregunta: “qué, decís que ellos sienten el jacarandá
bajo la lluvia?” ¿Cómo se pudo, cómo
pudimos haber dicho semejante cosa o su contrario. Lo que pone de manifiesto la
pregunta es que no se trata de decir, decir sería hacer explícito algo
implícito, una suerte de revelación de sentidos ocultos, un apocalipsis, pero cuando lo que se trata es tan
evidente, tan manifiesto, tan obvio como el jacarandá bajo la lluvia, que por
lo mismo resulta invisible, relegado por el hábito a la rutina de lo
inadvertido, entonces es imposible decir, todo decir es encubridor o traidor: porque
lo que se manifiesta –lo que se muestra, según Wittgenstein- no se puede decir,
ya se dijo. La pregunta, entonces, es un gesto que trasciende la
manifestación hacia lo que la hace posible, el corazón expuesto y al acecho,
que evita hacer presa del sentido consuetudinario: ese exceso no es fácil de
entender y ni siquiera requiere ser entendido, sino dejarse estar en ese pulso
primordial, cuyo requisito, que tampoco es tal, porque no hay un compendio de
reglas claras y distintas, sino apenas indicios, sugerencias, insinuaciones, es
despojarse de algunos hábitos equivocados, costumbres fallidas que distorsionan
la imaginación, disociándola en sujeto y objeto. No hay nada que aclarar, cualquier
aclaración acarrearía obscuridad, aportaría a lo sumo un sentido que nos apartaría
de los sentidos y no nos dejaría ver ni oír ni palpar lo que quizás ya no nos
damos cuenta de que no nos dejan ver ni oír ni palpar: “El Noviembre lila, todo lila, bajo la lluvia o en la lluvia que no se
oye?”, la lluvia muda, o sorda, y velada o ciega, la lluvia impalpable al
fin de flores de jacarandá. Todo el mes, un mes destacado por el color, marcado
con inicial mayúscula, queda o puede quedar entre los dones que no supimos
recibir, pero que estaban allí para nosotros.
‘dijo
sea
el
mar
y
el olivo negro’
“Ellos sienten el río,
decís?...” El insondable
río del griego, el río que no se deja ni se hace nombrar, que cada uno imagina
a su manera en el curso de las palabras que conjuran la realidad y la efectúan,
la hacen surgir de la indiferencia de las otras palabras, las del palabrerío
insulso y ellos entonces “ven las velas
blancas que no hay,”
‘y dijo
amad’
y el texto, los textos, el flujo de sentido que se filtra por la urdimbre y
la trama de los textos los llevan “hacia
el confín de sí mismos,” esos lugares donde casi dejan de ser “y
unas redes inexistentes, decís?, en que su silencio tiembla o arde…?”, pero
que perciben ineluctables
‘la con otro
o con muerte’
‘sobre
la vacilación
del
que convirtió su lengua
en
manto de fulgor’
Pudieron percibir pese a todos los movimientos encubridores, con esa manera
que tiene del Barco de poner en evidencia no tanto lo que estaba oculto como la
maniobra de ocultación, eso que se sustrae de la convenciones discursivas y
horadan su cubierta recalcitrante con la voz de Ortiz: “Ellos tienen antenas, a veces, decís? /para palpar algunas invisibles
criaturas, /y suelen tener la varita, decís?, que vibra en las corrientes
escondidas…?”. La pregunta, la suspensión del juicio o el juicio en
suspenso, la calidad expósita del poema permanece indeleble y no se deja
apaciguar por juicios más o menos circunstanciados o circunstanciales.
‘arreglen
la piedra
que deletrea
su palote
el árbol’
Es una fábula, o mejor: un prejuicio, que lo invisible se gana a costa de
lo visible, como contaban de Tales de Mileto caído en un pozo por mirar el
cielo o como Demócrito que cegó sus ojos para que no le distrajeran la mirada
inteligible. Expresado así, a pura prosa, casi no pasa de suministrar una
información, pero el ánimo no puede dejar de estremecerse cuando Ortiz
pregunta: “Pero a estas nubes que
parecen subir /cuando no se sabe qué arpas descienden o se abisman, /ellos ni
siquiera las adivinan, decís?”. Las aguas subterráneas y la piedra y el
árbol son distintas pero no son exclusivas, y es obvio –esa obviedad que se
convierte en su propia veladura- que no es necesario dejar de notar unas para
advertir las otras.
del
balido
donde
nació el azar
antes
de la pura lágrima
del
reino
donde
se acumularon espinas
El balido, acaso el baldío, previo,
anterior, esto es: exterior. No se puede hablar de ellos o ellos no pueden
hablar: “Es porque no es de ellos “la ciudad”, aún,
decís?..”.La ciudad no les pertenece y ellos no pertenecen a
la ciudad, no son en ningún sentido ciudadanos (pero tampoco lo son quienes lo
dicen, quienes se han apropiado tal vez sin deliberación y ciertamente sin
derecho de la ciudad) y esta múltiple expropiación los condena a otra exclusión:
“ni de ellos son los jardines que vuelan y que deshojan calles pálidas de
amatistas?”.
sin saber
oír el ay
que clama
en el polvo
del no
más
así
El camino que se ha cerrado es el camino que se ha abierto; el hecho del
lenguaje destruye el solipsismo y el enunciado de lo último se anula a sí
mismo; sigue entonces, o debería seguir, de otra manera, inducido por la
interrogación: “Pero no tendrán ellos,
decís, la corona de los morados/ sobre los caminos libres totalmente de vidrios,
al fin?”.
así
dijo
iré a ti
con graznidos
con el junco verde
de la furia contra la piedra
El junco es más fuerte que la piedra, porque busca la luz y la altura, y no
se desgrana, y se muestra sin envidia frente a los árboles más altos: “o no ascenderán ello en los ceremoniales
delicados/a oír palpitar las teclas lilas de la común savia encontrada…?
el hay
de la contemplación
del que así sea
en él
vendrá su
de la voz
elevándose
La voz se eleva hacia un silencio que también es verbo y acaso es
principio, sobre todo cuando la lluvia/teje
el mismo silencio/ para las frases de unos pájaros…?, porque sólo
puede surgir después, apoyándose o nutriéndose de lo que dijo, la continuación por
otros medios de los clamores del amor, tentación de la paz
fluyendo
por la intimidad
fluyente de las hierbas
o los sonidos
de la lengua
que bendice
en el silencio
de lo que
salva
Daniel Vera,
Córdoba, 2008.
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