Julio
Córdoba sin límites
(Julio Córdoba
Entre Ríos 1942-Córdoba 2013)
Julio
Córdoba está vivo, y no sólo porque la amistad es perdurable y él supo cultivar
y cuidar a sus amigos durante su inagotable juventud, contagiándonos con toda su
enjundia, y de algún modo continúa
haciéndolo, acomodándose a aquella calificación de Luis Luchi para quienes merecen
llamarse ‘adolescentes crecidos’ y desacatan las órdenes de ostracismo, sino
también y esencialmente porque su obra no ha perdido ni una pizca de vitalidad:
sus dibujos y pinturas son ahora más vigorosos que entonces, sea en su aspecto
crítico de la realidad social y política, sea en sus encrucijadas
existenciales, sea en la celebración de los espacios donde tiene lugar la vida.
Invitado
a exponer por primera vez en un museo local me distinguió solicitando unas
palabras para el catálogo, y quizás con algún énfasis di a entender que los
museos no eran el lugar más adecuado para esa energía desbordante y arrasadora;
esa iniciativa suya se hizo casi un hábito y en varias oportunidades tuve el
gusto de escribir sobre sus criaturas: El
arte para Julio no se limitaba de ninguna manera ni en sus objetos ni en sus
sujetos; su actitud era similar a la de aquel filósofo que invitaba a su cocina
y alentaba a los curiosos diciéndoles: ‘venid, aquí también hay dioses’. Es así
que allí donde se encontrase, encontraba motivos para la creación: a veces se
trataba de expulsar engendros malignos, de retornarlos al infierno del que
nunca debieron haber salido, a veces había que marcar una angustia o un
entusiasmo, a veces se permitía dar fe de algunas bendiciones, el rostro de un
conocido o de un desconocido, que acaso se marchaba con el inesperado retrato,
o bien la figura y el color de los caballos, cuyas virtudes y tonalidades discurría
y discutía con eventuales espectadores, o bien el misterio que convocan los
gatos, o los paisajes próximos, domésticos o urbanos, donde acontecen los
dramas que para bien o para mal conmueven el corazón humano, manifestaciones
por la paz o éxitos en el fútbol. Julio se daba en acompañar a la gente en sus
luchas, tanto en las grandes batallas que atraviesan el mundo de generación en
generación para hacerlo un poco más acogedor, como en las pequeñas rencillas
cotidianas con los obstáculos a los encuentros con nosotros mismos. Es cierto
que por ahí fue un poco descuidado consigo, pero no quiero ver en ello sino una
muestra más de su generosidad, un olvido de sí para no cesar en su busca
insaciable, busca de no se sabe qué, pero que se revela en cada uno de sus
hallazgos.
Dibujar,
pintar. Sus dibujos, sus pinturas. La continuidad de su vida abierta ahora a
otros ojos que lo irán descubriendo en sus respectivas circunstancias y
encontrarán en ella innumerables matices que rehúyen nuestras ocasionales palabras. Quisiera hacia
el final fusionarlo con un pensamiento de su comprovinciano, el poeta Juan L.
Ortiz, que tomo prestado de un libro de otro amigo, porque entiendo que traduce
cabalmente su manera de sentir: ‘acaso la
revolución consista en el verdadero descanso, el que permite ver cómo crecen,
día a día, las florecitas salvajes…El hombre necesita mirar las flores y mirar
el cielo…Sin belleza el hombre se muere de tristeza como un pajarito….’
Daniel
Vera
Córdoba, 2015
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