sábado, 25 de noviembre de 2023

 

Sólo traducciones

 

            La lectura del número 11 de Exordio ha incitado algunos demonios con este asunto de la traducción, propiamente los ha hecho salir, acaso haya sido un exorcismo, pero no descarto la posibilidad de que se trate de una diablura más, una asociación ilícita, diría Yasukawa (pronúnciese iascaua). En primer lugar, me trajo el recuerdo de una anécdota que me refirió, allá por los años 80, el profesor López Legazpi, quien era vecino de un zapatero remendón que tenía un llamativo hobby: leía a Hegel y tenía en un estante ordenada toda la obra del filósofo alemán traducida al castellano. Un día, don Jaime, que así se llamaba el artesano, enterado de la profesión de mi colega, lo interpeló de la siguiente manera: “Usted profesor puede brindarme una gran ayuda, digame, ¿de qué habla Hegel?”. En el momento no fui más allá de la jocosidad, acaso inapropiada, pero poco a poco fui viendo que la pregunta podía generalizarse, tanto por el lado del sujeto como por el lado del objeto. Un lector desprevenido, podría preguntar, con perdón de los presentes, ¿de qué habla Lacan?, y todavía más, ya con cierta inquietud filosófica, cualquiera podría preguntar de qué habla cualquier otro, incluso cuando escucha trivialidades como ‘el cielo es azul’ y de lejos Argensola o Goyeneche le cantan que no es cielo ni es azul. Quiero decir, no se trata de entender, uno puede entender perfectamente lo que alguien dice, pero no saber de qué habla: es más, diría que es lo que habitualmente pasa: si alguien señala algo, ‘eso es una mesa’ y lo entendemos, en rigor no sabemos cuáles son sus sensaciones y sus conceptos, si es que los tiene o si es una mera máquina replicante. Sin embargo, nuestras conductas se adecuan perfectamente, a tal punto que algunos filósofos tuvieron que ofrecer a Dios como garantía de la comunicación interpersonal que de hecho se daba a despecho del derecho, llegando alguno a postular que no hay ningún contacto entre nosotros y todo ocurre o parece ocurrir debido a una armonía preestablecida de nuestras apercepciones. El tema es un clásico de la filosofía, y se relaciona con lo que en filosofía del lenguaje se conoce como inescrutabilidad de la referencia. En suma, no podemos salir de nosotros y ver cómo son las cosas cuando no las vemos ni las pensamos y comprobar si coinciden con lo que, aparte de nosotros, los demás ven o piensan cuando hablan de ellas.

 El caso, o mejor, los casos están vinculados con aquello de Nietzsche: no hay hechos, sólo interpretaciones, que yo entiendo como un eco de la inaccesibilidad de la cosa en sí sancionada por Kant, eco aún más lejano de Pirrón: la miel parece dulce en mi boca, pero ignoro si en sí misma es dulce. La palabra interpretación ha sido puesta por Donald Davidson en el centro de su filosofía del lenguaje donde discute con su maestro, Herbert van Orman Quine. Quine es autor de un célebre artículo sobre la traducción radical, en el cual se presenta la situación que entre dos hablantes ninguno de los cuales tiene noción de la lengua o la cultura del otro y entre los cuales, es manifiesta la imposibilidad de escrutar la referencia. No es fácil, no sé si es posible, encontrar una primacía entre interpretación y traducción, ¿interpretamos para traducir o traducimos para interpretar? ¿El huevo o la gallina? Y en ese punto exacto de mis asociaciones se produjo la revelación, o si prefieren decirlo así: el apocalipsis: no hay originales, sólo traducciones.

Que no hay hechos, sino interpretaciones, dice que lo que se entiende por hecho se entiende dentro de una interpretación. Que el cielo es azul es un hecho dentro de algunas interpretaciones, no de todas. Lo que Nietzsche señalaba es que nuestro cuerpo es un conjunto de sensores que interpretan lo que está ahí afuera como colores, sonidos, olores, sabores, calor, frío, algunos agradables, otros desagradables, algunos benéficos, otros peligrosos, pero hemos aprendido que con otros sensores pueden percibirse de otra manera, ondas, reacciones químicas, etcétera, lo que ha llevado a algunos a afirmar que el mundo está en el cerebro, ya que no sabemos si hay efectivamente un mundo, si el orden o el desorden que ‘encontramos’ es un orden o un desorden aparte de nuestras comodidades intelectuales, emocionales y prácticas. De alguna manera, nuestro cuerpo ‘traduce’ lo que recibe a sus propios términos, lo vuelve fenoménicamente inteligible, aunque sin garantías (sin garantías filosóficas, se entiende). Ahora bien, el lenguaje permite comunicar el orden y el desorden del mundo, lo que es beneficioso o perjudicial, y para hacerlo debe pasar por un proceso de aprendizaje que se deja describir como una traducción radical, ya que un infante que aprende a hablar tiene que aprender a conformar su conducta, en especial su conducta lingüística, a la de sus mayores, sin conocimiento previo del lenguaje y la cultura en los que está siendo iniciado, movimiento complejo, ya que requiere ‘traducir’ lo que otros le dicen a sus propios términos, en principio a sus sensaciones y movimientos, y más tarde a un creciente vocabulario y a una sintaxis en perpetua elaboración,  de los que paulatinamente se va apropiando. Un antiguo pedagogo llamaría a eso asimilar las enseñanzas, hacerlas similares a sí mismo, hasta saber expresarlas con otras palabras o en otro orden y no limitarse a repetirlas como un loro, sino a entenderlas, es decir, a traducirlas.

Así las cosas, el ‘primer’ traductor es el autor, quien busca la palabra justa y selecciona la ausencia o la presencia de símbolos ortográficos, a veces confiando en intuiciones o reflejos, otras veces dejando las cosas al azar y en ocasiones de manera reflexiva, acaso con decisiones más o menos arbitrarias sobre el léxico y la sintaxis, ya sea en busca de efectos sobre el lector o en obediencia a recónditas necesidades. Luego están los lectores, que buscan ‘traducir’ el texto del autor de la manera más fiel, sea abandonándose al flujo de la escritura, sea buscando o indagando las razones de las decisiones estilísticas, pocas veces conscientes de que están operando sobre la traducción de una traducción que se sumerge en una tradición indefinida de traducciones. Relacionados con estas tareas de autores y lectores traductores aparecen en Exordio, entre otros nombres, los nombres de Antonio Oviedo, cuyo discurso, como el de los alquimistas, suele ser seductoramente impenetrable, protector acaso de una intimidad poco dispuesta a dejarse violar por algún tipo de espionaje, y de Witold Grombowicz, y su bicéfala relación entre el polaco y el castellano, que me ha llevado a preguntar: ¿Es Ferdydurke, publicado por su autor en un extraño español, una traducción del polaco o es el ‘original’ polaco la traducción de un español vacilante, de un polañol o españolaco?

Brusca interrupción. A partir de aquí se multiplican las preguntas, tanto aguas arriba como aguas abajo, para lo que resta acaso pueda valer como síntesis un poema que escribí, o traduje, hace unos cuarenta años, poema colateral, hasta por el título:

Marginalia

La marca del lector, margen escrito

Con interpretaciones y preguntas.

Discrepancias, recuerdos, sugerencias.

El texto, sin embargo, substraído.

Comentarios de páginas en blanco

Es todo lo que queda del discurso,

Del flujo y el reflujo de las cosas.

 

El vacío insensato, consentido

Por vagas referencias al enigma:

¿Hubo alguna vez márgenes adentro

Palabras, escritura, soportando

La arquitectura lógica del diálogo?

¿O fueron siempre frases liminares

Cercando la cadencia del silencio?

 

Daniel Vera.

Córdoba 2023.

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