Sólo traducciones
La lectura del número 11 de Exordio ha incitado algunos demonios
con este asunto de la traducción, propiamente los ha hecho salir, acaso haya
sido un exorcismo, pero no descarto la posibilidad de que se trate de una
diablura más, una asociación ilícita, diría Yasukawa (pronúnciese iascaua). En primer lugar, me trajo el
recuerdo de una anécdota que me refirió, allá por los años 80, el profesor
López Legazpi, quien era vecino de un zapatero remendón que tenía un llamativo
hobby: leía a Hegel y tenía en un estante ordenada toda la obra del filósofo
alemán traducida al castellano. Un día, don Jaime, que así se llamaba el
artesano, enterado de la profesión de mi colega, lo interpeló de la siguiente
manera: “Usted profesor puede brindarme una gran ayuda, digame, ¿de qué habla
Hegel?”. En el momento no fui más allá de la jocosidad, acaso inapropiada, pero
poco a poco fui viendo que la pregunta podía generalizarse, tanto por el lado
del sujeto como por el lado del objeto. Un lector desprevenido, podría
preguntar, con perdón de los presentes, ¿de qué habla Lacan?, y todavía más, ya
con cierta inquietud filosófica, cualquiera podría preguntar de qué habla
cualquier otro, incluso cuando escucha trivialidades como ‘el cielo es azul’ y
de lejos Argensola o Goyeneche le cantan que no es cielo ni es azul. Quiero
decir, no se trata de entender, uno puede entender perfectamente lo que alguien
dice, pero no saber de qué habla: es más, diría que es lo que habitualmente
pasa: si alguien señala algo, ‘eso es una mesa’ y lo entendemos, en rigor no
sabemos cuáles son sus sensaciones y sus conceptos, si es que los tiene o si es
una mera máquina replicante. Sin embargo, nuestras conductas se adecuan
perfectamente, a tal punto que algunos filósofos tuvieron que ofrecer a Dios
como garantía de la comunicación interpersonal que de hecho se daba a despecho
del derecho, llegando alguno a postular que no hay ningún contacto entre
nosotros y todo ocurre o parece ocurrir debido a una armonía preestablecida de
nuestras apercepciones. El tema es un clásico de la filosofía, y se relaciona
con lo que en filosofía del lenguaje se conoce como inescrutabilidad de la
referencia. En suma, no podemos salir de nosotros y ver cómo son las cosas
cuando no las vemos ni las pensamos y comprobar si coinciden con lo que, aparte
de nosotros, los demás ven o piensan cuando hablan de ellas.
El caso, o mejor, los
casos están vinculados con aquello de Nietzsche: no hay hechos, sólo
interpretaciones, que yo entiendo como un eco de la inaccesibilidad de la cosa
en sí sancionada por Kant, eco aún más lejano de Pirrón: la miel parece dulce
en mi boca, pero ignoro si en sí misma es dulce. La palabra interpretación ha sido
puesta por Donald Davidson en el centro de su filosofía del lenguaje donde
discute con su maestro, Herbert van Orman Quine. Quine es autor de un célebre
artículo sobre la traducción radical, en el cual se presenta la situación que entre
dos hablantes ninguno de los cuales tiene noción de la lengua o la cultura del
otro y entre los cuales, es manifiesta la imposibilidad de escrutar la referencia.
No es fácil, no sé si es posible, encontrar una primacía entre interpretación y
traducción, ¿interpretamos para traducir o traducimos para interpretar? ¿El
huevo o la gallina? Y en ese punto exacto de mis asociaciones se produjo la
revelación, o si prefieren decirlo así: el apocalipsis: no hay originales, sólo traducciones.
Que no hay hechos, sino interpretaciones, dice que lo que
se entiende por hecho se entiende dentro de una interpretación. Que el cielo es
azul es un hecho dentro de algunas interpretaciones, no de todas. Lo que
Nietzsche señalaba es que nuestro cuerpo es un conjunto de sensores que interpretan
lo que está ahí afuera como colores, sonidos, olores, sabores, calor, frío,
algunos agradables, otros desagradables, algunos benéficos, otros peligrosos,
pero hemos aprendido que con otros sensores pueden percibirse de otra manera,
ondas, reacciones químicas, etcétera, lo que ha llevado a algunos a afirmar que
el mundo está en el cerebro, ya que no sabemos si hay efectivamente un mundo,
si el orden o el desorden que ‘encontramos’ es un orden o un desorden aparte de
nuestras comodidades intelectuales, emocionales y prácticas. De alguna manera,
nuestro cuerpo ‘traduce’ lo que recibe a sus propios términos, lo vuelve
fenoménicamente inteligible, aunque sin garantías (sin garantías filosóficas,
se entiende). Ahora bien, el lenguaje permite comunicar el orden y el desorden
del mundo, lo que es beneficioso o perjudicial, y para hacerlo debe pasar por un
proceso de aprendizaje que se deja describir como una traducción radical, ya
que un infante que aprende a hablar tiene que aprender a conformar su conducta,
en especial su conducta lingüística, a la de sus mayores, sin conocimiento
previo del lenguaje y la cultura en los que está siendo iniciado, movimiento
complejo, ya que requiere ‘traducir’ lo que otros le dicen a sus propios
términos, en principio a sus sensaciones y movimientos, y más tarde a un
creciente vocabulario y a una sintaxis en perpetua elaboración, de los que paulatinamente se va apropiando. Un
antiguo pedagogo llamaría a eso asimilar las enseñanzas, hacerlas similares a
sí mismo, hasta saber expresarlas con otras palabras o en otro orden y no
limitarse a repetirlas como un loro, sino a entenderlas, es decir, a
traducirlas.
Así las cosas, el ‘primer’ traductor es el autor, quien
busca la palabra justa y selecciona la ausencia o la presencia de símbolos
ortográficos, a veces confiando en intuiciones o reflejos, otras veces dejando
las cosas al azar y en ocasiones de manera reflexiva, acaso con decisiones más
o menos arbitrarias sobre el léxico y la sintaxis, ya sea en busca de efectos
sobre el lector o en obediencia a recónditas necesidades. Luego están los
lectores, que buscan ‘traducir’ el texto del autor de la manera más fiel, sea
abandonándose al flujo de la escritura, sea buscando o indagando las razones de
las decisiones estilísticas, pocas veces conscientes de que están operando
sobre la traducción de una traducción que se sumerge en una tradición
indefinida de traducciones. Relacionados con estas tareas de autores y lectores
traductores aparecen en Exordio, entre otros nombres, los nombres de Antonio
Oviedo, cuyo discurso, como el de los alquimistas, suele ser seductoramente
impenetrable, protector acaso de una intimidad poco dispuesta a dejarse violar
por algún tipo de espionaje, y de Witold Grombowicz, y su bicéfala relación
entre el polaco y el castellano, que me ha llevado a preguntar: ¿Es Ferdydurke, publicado por su autor en un
extraño español, una traducción del polaco o es el ‘original’ polaco la
traducción de un español vacilante, de un polañol o españolaco?
Brusca interrupción. A partir de aquí se multiplican las
preguntas, tanto aguas arriba como aguas abajo, para lo que resta acaso pueda
valer como síntesis un poema que escribí, o traduje, hace unos cuarenta años,
poema colateral, hasta por el título:
Marginalia
La
marca del lector, margen escrito
Con
interpretaciones y preguntas.
Discrepancias,
recuerdos, sugerencias.
El
texto, sin embargo, substraído.
Comentarios
de páginas en blanco
Es
todo lo que queda del discurso,
Del
flujo y el reflujo de las cosas.
El
vacío insensato, consentido
Por
vagas referencias al enigma:
¿Hubo
alguna vez márgenes adentro
Palabras,
escritura, soportando
La
arquitectura lógica del diálogo?
¿O
fueron siempre frases liminares
Cercando
la cadencia del silencio?
Daniel
Vera.
Córdoba
2023.
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